A Diego M., de 69 años, le preguntaron el pasado lunes en un juicio en la Audiencia Provincial por una báscula de precisión que la Policía Nacional encontró en su casa de Palma junto a 0,8 gramos de cocaína y 2.000 euros que estaban guardados en el armario del pasillo. El hombre aseguró ante el tribunal de la Sección Primera que la balanza la utilizaba para pesar el caviar iraní. Diego M. se presentó ante los jueces como mero consumidor de cocaína y explicó que tomaba dos rayas al día «para matar los virus».
El dinero, dijo, no podía tenerlo en el banco porque le embargan. Unas manifestaciones de «escasa credibilidad» para el tribunal, que le ha condenado a cuatro años de cárcel y al pago de una multa de 10.000 euros por tráfico de drogas. La sentencia sostiene que en su domicilio no se hicieron vigilancias policiales y no se ha podido demostrar que lo utilizara como punto de venta.
Sin embargo, las pruebas avalan que participaba en la venta de sustancias estupefacientes «a la carta». Dos hombres y una mujer, todos españoles y que también fueron enjuiciados junto a DiegoM., reconocieron que entre abril y noviembre de 2021 se dedicaron a la venta y distribución de cocaína y aceptaron penas que suman 11 años de prisión. Diego M. no quiso conformarse.
La resolución de la Audiencia considera que también colaboró con los otros tres procesados. En el transcurso de la investigación policial se realizaron múltiples vigilancias y pinchazos telefónicos que vinculaban a Diego M. con el resto de condenados, como la conversación del 25 de agosto:
–Voy por ahí y ya de paso... solo tengo cinco cervecitas, por si querías venir a beber–, dice uno de los interlocutores, a quien Diego M. responde: –Ok, ya llevaré yo algunas más.
Según el acusado, esa llamada era con un amigo que tiene una empresa en Alemania y que quería hacer promociones en Mallorca. Por lo visto, tenía en su casa dos o tres latas y en función del número de personas que hubiera llevaría una más grande o más pequeñas.
El tribunal indica que es evidente que utiliza «un lenguaje encriptado» cuyo verdadero sentido conocen los interlocutores. «Y este no puede ser otro relacionado con la transacción de sustancias estupefacientes». Para los jueces, las manifestaciones de Diego M. fueron «insólitas», algunas «casi incomprensibles» y «poco convincentes». Como cuando intentó justificar que hablaba con el propietario de una inmobiliaria que quería vender el restaurante Can Eduardo y que cada vez que le llamaba era para enseñarle casas.