Su nombre le delata. Marines Maimó (Palma, 1966) sólo podía ser soldado: marine, si hubiera nacido en EE UU, o militar de la Guardia Civil, por su condición de español. Y así fue. El sargento de la Comandancia de Palma, veterano en misiones internacionales (ha estado en la antigua Yugoslavia y El Líbano), ha regresado del avispero afgano y ayer relató a Ultima Hora sus cuatro meses en el infierno de los talibanes.
«Lo peor es dejar a la familia -cuenta-, pero cuando vuelves has vivido experiencias tan duras con otros compañeros de misión que ellos ya son también tu familia». Marines llegó a Herat, al oeste de Afganistán, en noviembre. Formaba parte del equipo de cuatro guardias civiles destacados en la base española de Camp Arena: un teniente, un sargento y dos agentes. Sus funciones eran de Policía Militar, es decir, controlar cualquier incidente con los soldados de la ISAF y proteger a personalidades. Formaban el primer perímetro de seguridad -el más próximo- del coronel de la base. O de la ministra Chacón, cuando visitó Herat.
Pero las misiones eran variadas: «Nuestro equipo consiste en un fusil HK G36, con cinco cargadores, y un arma corta HK USP. Chaleco antibala y antifragmento, que pesa bastante, casco, saco de dormir, un camelback (una mochila cantimplora), raciones de comida, botiquín y prendas para frío extremo. De 10 a 30 kilos». Para moverse, las compañías utilizaban los vetustos vehículos blindados BMR, que ya están siendo sustituidos por los RG 31, más modernos y con mayor protección contra las minas. En caso de ataque con fusilería ligeras -normalmente los talibanes combinan los AK 47 con RPG- se podía solicitar apoyo aéreo. De los helicópteros italianos, que comparten base con los españoles, o de cazas, si la situación era complicada.
«Las escaramuzas son continuas cuando sales con el convoy, aunque el acoso a los norteamericanos es peor», añade. Marines recuerda dos ataques que sufrió la base española con cohetes autopropulsados. El primero fue a su llegada, en noviembre, y le ha quedado grabado el silbido del proyectil y la posterior explosión: «No hubo heridos y la tropa reaccionó con relativa tranquilidad. Saltaron las sirenas y nos metimos en los refugios fortificados. El impacto inhabilitó una pista. El segundo ataque llegó tres meses después y la detonación alcanzó también la pista y una zona de mercadillo. Allí sí que hubo muchos nervios, todos corrían de un lado a otro. Tú vida puede cambiar en un segundo».
En otra ocasión, una moto con dos jóvenes se acercó en exceso al convoy en el que viajaba el suboficial mallorquín. Le advirtieron que se alejara, pero el vehículo siguió aproximándose. Al final tuvieron que abrir fuego: uno de los motoristas murió y el otro resultó herido grave. El peligro de atentado era máximo y los soldados cumplieron con el protocolo que se aplica en estos casos. Durante su estancia dos compañeros fallecieron: uno en atentado y otro atropellado en la base. «Eso fue lo más duro».
Pero no todo eran tiros. «Hay una sensación única que es la de los vuelos diurnos tácticos en helicóptero. Las puertas van abiertas, con ametralladoras en ambos lados, y volamos muy alto o muy bajo. La panorámica es impresionante».
Ahora, a miles de kilómetros de distancia del avispero afgano, Marines reconoce que añora aquella actividad frenética: «Te juegas la vida a diario, pero vale la pena».
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