«¡Ahora es muy importante que todos guardemos silencio! Prestad la máxima atención a cualquier gemido o movimiento bajo los escombros». Tras la advertencia del mando de los bomberos, el revuelo se convierte en silencio. Forzado. Dura unos segundos y se rompe: «Nada, podéis seguir». La carrera contrarreloj ha comenzado a las 00.21 horas y la montaña de toneladas de escombros esconde un dramático misterio: un número por determinar de víctimas.
 La madrugada es sorprendentemente cálida para tratarse de finales de octubre. Es lo único positivo de una noche de infausto recuerdo. Sobre los cascotes, a las tres, todavía hay vecinos y particulares que de forma espontánea se habían sumado a las labores de desescombro.
 A medida que pasan las horas el día clarea y las esperanzas de encontrar a alguien con vida también. Hay un centenar de bomberos, policías y sanitarios y cuando acaban su turno pocos pueden dejar su lugar en la cadena humana que retira los escombros. «Puedo seguir, estoy bien», es una de las frases más repetidas. La peor tragedia saca lo mejor de cada uno.
 A las seis de la mañana ya se contabilizan cinco cadáveres. Y lo peor es que faltan al menos dos más por localizar. «Es posible que se haya formado alguna cueva y entonces podría haber gente con vida allá abajo», comenta uno de los policías. La realidad, en cambio, no es tan bucólica. Las toneladas han sepultado a todos los vecinos que el edificio engulló: no hay nadie con vida, aunque pocos quieren reconocerlo. Los bomberos utilizan micrófonos y una placa de acero, con la que golpean y esperan respuesta. Todo es en vano, pero hay que intentarlo.
 Uno de los escasos momentos de optimismo llega cuando un móvil suena entre las piezas de marés poroso. Un pariente llama desde la calle al teléfono de uno de los desaparecidos, que milagrosamente se activa. De nuevo, un policía pide silencio. La llamada siguiente aumenta las esperanzas. Se localiza el punto exacto y empiezan a sacar los cascotes con sumo cuidado. Al rato, se localiza el móvil enterrado. Su dueño aparece después, mortalmente sepultado.
 Por la mañana, con las primeras luces del día, comienzan a llegar los políticos. Entre los vecinos, la reacción es dispar: «Ya vienen a hacerse la foto», apuntan algunos. «A ver si pueden echarnos una mano», comentan los desalojados. A pocos metros, en el lujoso hotel Continental de la calle Industria, han sido realojados los afectados que no pueden regresar a sus casas, por seguridad. Son unos 62 vecinos, pero la mitad de ellos encuentra techo en casas de amigos o familiares, y no necesita alojarse en el hotel.
 Algunos mirones o curiosos siguen de guardia en la zona también de día, preguntando de forma compulsiva a los periodistas. Los medios de comunicación han tomado la 'zona cero' y media docena de unidades móviles se agolpan sobre la plaza Serralta. Al más estilo yankee.
El hospital de campaña levantado a escasos metros de la calle Alós se convierte en tanatorio improvisado más que en lugar de reanimación. A las ocho de la tarde todo ha acabado: los equipos de rescate han llegado al suelo. Ya no hay más esperanzas. El número 21 de Rodríguez Arias ha aplastado siete vidas.