Opiniones, palabras

| Palma |

En el siglo primero, el antiguo esclavo Epicteto, que era cojo por los golpes recibidos de sus dueños romanos y jamás escribió nada, se convirtió en el filósofo estoico más célebre de su tiempo, y de todos los tiempos, con una sola frase extraordinaria. «A los hombres no les perturban las cosas, sino las opiniones que tienen de las cosas». Gracias a él, sabemos hace dos mil años que ni siquiera la muerte es aterradora, lo aterrador son nuestras opiniones sobre la muerte.

Lo que significa que puedes caminar tan campante por el borde del abismo, hasta que tropiezas con tus propias opiniones (las opiniones son libres, se dice) y ahí ya te despeñas. Esto lo vemos a diario en la vida pública, en los medios de comunicación, en los teléfonos móviles y el Congreso, porque si hay algo que abunda en el mundo es gente de apariencia normal totalmente perturbada por sus opiniones. Que ni siquiera son personales, sino masivas y repetidas como hormigas marabuntas. Ahora bien, desde Epicteto ha pasado mucho tiempo, y en el presente a casi nadie le vale la pena argumentar sus opiniones, que se reducen a palabras sueltas cargadas de significados, perturbaciones y conflictos. En cuanto alguien las pronuncia, se disparan todas las opiniones aterradoras.

Se han convertido en palabras malditas, como drones asesinos. Inmigración, por ejemplo. Numerosos dirigentes, incluido el presidente de Estados Unidos, condensan en ella todos los males, pero también sus ideas y proyectos, y la perturbación que generan sus opiniones de la cosa, que no la cosa, es ya de tamaño universal. Con batallas callejeras y cacerías en California o en Murcia. Así empezaron los nazis con los judíos. Cuestión de opiniones. De palabras. La palabra fascismo también está sobrecargada.

No creo que esto de ahora se parezca al fascismo clásico, que exigió cierto proceso intelectual y estaba lleno de escritores y poetas, más bien parece gansterismo. Los catalanes están obsesionados con la palabra singular, que compendia sus opiniones, y aunque el Gobierno pretenda que lo singular es plural, la gresca es inevitable. Ah, las palabras. Opinan por sí solas. Y no es la cosa, sino la palabra de cosa lo que nos perturba.

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