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Navidad

| Palma |

La pizpireta presidenta de la Comunidad de Madrid ha hecho alusión en su discurso navideño a un temor casi ancestral del mundo cristiano a que «nos roben la Navidad». Ella es joven aún y no habrá conocido más que las celebraciones absolutamente consumistas y chabacanas del mundo actual, pero quizá haya oído que antes, cuando el dinero no lo dominaba todo porque apenas existía, celebrar estas fechas consistía en ir a misa, rezar, cantar villancicos y regalar a los niños una mandarina. Pero ella no se refería a ese «robo», sino al afán que tienen algunos ridículos de apropiarse de las festividades cristianas para transformarlas en otra cosa cambiándoles el nombre. Aún recuerdo a una famosilla nacional que para no bautizar a su hijo porque no quería someterlo a un sacramento católico, inventó aquello del «bautismo civil». En fin. Ahora ocurre un poco eso mismo. Se habla de fiestas, de comidas y cenas, de regalos –hasta el delirio–, de vacaciones e incluso de viajes. Pero ¿habla alguien del niño Jesús? ¿del pesebre? Solo cuando acompañamos a los niños a visitar belenes, pero más como atracción Disney, con sus casitas, animalitos y cascadas que por su verdadero significado profundo. El mundo, y la vida, ha cambiado sustancialmente entre aquellos chavales que recibían ilusionados una mandarina y se sabían de memoria todas las oraciones y los de ahora, borrachos de juguetes. Yo ni siquiera creo en la existencia histórica de Jesús de Nazaret, tampoco de su padre, José, o su madre, la virgen María. Carezco de fe, pero soy muy consciente de que nuestra cultura y nuestra civilización le deben mucho al cristianismo, tanto como a Grecia y Roma. Querer ocultar eso, incluso despreciarlo, es de necios.

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