Confío en que de la trágica riada valenciana se extraigan unas cuantas lecciones. La primera sobre dónde sí y dónde no construir viviendas, carreteras y otras infraestructuras si queremos que estén a salvo. Segundo, a qué sí y a qué no destinar dinero público, que se derrocha alegremente en infinidad de idioteces y se racanea en cuestiones que a la postre resultan vitales. Habrá luego toda clase de análisis y conclusiones, porque volverá a caer otro diluvio, eso es seguro. Lo que quizá nadie se plantee, aunque creo que a muchos se nos pasó por la cabeza en cuanto escuchamos las primeras noticias, es la utilidad del modelo autonómico. Todos sabemos cómo se gestó y qué se trataba de desactivar cuando los políticos postfranquistas diseñaron ese nuevo mapa de España. La idea era, casi única y exclusivamente, que País Vasco y Catalunya perdieran fuerza en sus ansias independentistas o, como mínimo, diferenciadoras, que ya habían establecido cuarenta años antes, durante la II República, y que renacieron con fuerza a la muerte del dictador. Los herederos de Franco se sacaron de la manga el «café para todos» y aquí paz y después gloria. Solo que la gloria ha sido para unos pocos, los tragaldabas que se han beneficiado del chiringuito de turno: parlamentos autonómicos, Senado de representación territorial, miles de empresas públicas autonómicas, cuerpos policiales propios… en fin, esa inmensa pirámide de privilegios carísimos que conocemos bien. Y que a la hora de la verdad hace aguas. Nunca mejor dicho. Un inútil al frente del invento, incapaz de tomar decisiones, seguramente ignorando qué puede y qué no puede hacer. Para que al final sea el Estado central y sus fuerzas los que saquen las castañas del fuego.
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