Fue en 2020 cuando escuchamos que Donald Trump recomendaba un desinfectante para prevenir la covid. «Lejía», publicamos en la mayoría de periódicos, con sorna. Con el consejo de Trump me formé un juicio sobre las teorías negacionistas de la covid y las vacunas: eran un disparate. Pero el viernes pasado almorcé con varios amigos. A uno de ellos hacía tiempo que no le veíamos. Es un empresario serio pero lanzado, un tipo de lo más normal. Cuando nos interesamos por su buen aspecto nos dejó de piedra. Nos explicó que había dejado de tomar pastillas para la ansiedad, la artrosis y no recuerdo para qué cosas más. En privado, un médico le había recomendado ingerir dióxido de cloro mezclado con agua en dosis muy pequeñas. Notó los efectos beneficiosos al tercer día.
-¿Y de dónde sacas el dióxido? -le interrogué.
-De una tienda para piscinas.
-¿En serio?
-Sí. ¿Quieres que te prepare una botella?
-Muchas gracias, creo que no lo necesito -respondí con cierta necedad.
Sin embargo, tras la comida, busqué por Google qué es el dióxido de cloro. Todas las páginas web dicen que se trata de un desinfectante tóxico y peligroso, un horror. Desconcertado, pregunté a mi amigo Gaspar, farmacéutico de Andratx y antiguo analista de Son Dureta. Me habló de microbios, hipocloritos sódicos, cloruros, cloratos e iones para, en definitiva, darme a entender que «no se sabe exactamente muy bien cómo funciona» y que «en dosis ínfimas, la lejía se utiliza para desinfectar el agua». Siempre aprendemos algo, pero yo estoy en la inopia y el desconcierto.