Días para recordar la muerte nos rodean y Maida Quiroga y Conrado, condesa de Zavellá, nos ha ofrecido una esclarecedora conferencia sobre cómo en Mallorca la nobleza celebraba la muerte durante pasados siglos, hasta que, a partir del XIX, tras la exclaustración de los conventos, se iniciaba el laicismo y la agonía de la vieja aristocracia.
A la muerte, los humanos siempre la tratamos sin profundizar. Nos da miedo. A veces le dimos tono dramático, otras trágico-cómico, como en la actualidad, a modo de adelanto del carnaval, con demonios, brujas y calaveras en las calles, acompañados de la droga y el alcohol. Algo de esperar en el contexto de una sociedad cada día más banal.
Recordemos que a partir del XV nuestra nobleza comenzó su declive. Yo siempre he pensado que antes, con la llegada de la pólvora y la artillería, que harían inservibles murallas y castillos feudales. Una nueva aristocracia, la del dinero, comenzaba a abrirse camino. Pues bien, la vieja aristocracia resistía a nivel social y trataba de afrontar la muerte afirmando un «aquí no pasa nada». Todo lo contrario: «Estamos», y, como expresión de permanencia y poder, los grandes catafalcos o monumentos funerarios para las exequias, y los ‘papers de mort’ donde se exhibían los escudos y los signos de grandeza, junto el olor a cera quemada de los cirios y hachones. La parafernalia era grandiosa, mientras que para las gentes sencillas bastaba con alcanzar una sepultura.
Está claro que con la desaparición de la llamada aristocracia del dinero y a pesar de que la muerte nos iguala a todos, la nueva aristocracia del dinero, seguiría haciendo de la muerte un factor de permanencia. De ahí los grandes panteones en los cementerios civiles y la parafernalia de los adornos floreales y grandes entierros. Recuerdo el de Juan March Ordinas. El coche fúnebre recorrió la calle Palacio hasta la Catedral, y una auténtica multitud lo contemplaba desde las aceras en impresionante silencio. ¿Qué pensaba? Supongo que en algo muy obvio: que la muerte nos iguala.
Hoy los féretros ya no son despedidos en las iglesias. Se les despide en los tanatorios, y tras unas horas de acompañamiento, la incineración o el entierro. La sociedad igualitaria ha impuesto sus normas, y la nueva aristocracia del dinero se conforma con su anuncio en una buena esquela, suficiente para aclarar la dimensión social del fallecido. Después, los medios ya se cuidarán de dar resonancia al evento.
Hay que reconocer que ni la muerte escapa a los dictados del momento histórico. Sin embargo, a pesar de que nos iguale, ante ella no todos seguimos dándole el mismo trato. Recuerdo a mi abuelo, el farmacéutico Jaime Homs Pallás. La guerra le había desposeído de dinero y de farmacia. También de salud. Veía cercana la muerte, y además lejos de Mallorca, en el campo de Tarragona. De ahí su queja. «Nadie acudirá a mi entierro». Fiaba en la Divina Misericordia, pero sentía la falta de arropamiento de los suyos, los tantísimos amigos cosechados en vida. Yo con mis ojos de niño de siete años no acababa de entender. Hoy sí. Más que el poder del dinero y de la posición, los amigos son lo único que deseamos conservar. Aún nos queda humanidad, el llamado «ser social». Dios nos lo conserve.