Estos días se habla de Íñigo Errejon. Yo no voy a hacerlo porque no me apetece. El hombre se retrata a sí mismo. Sin embargo, quiero reflexionar o divagar sobre algunos temas surgidos a raíz del caso. Los abusos sexuales a mujeres siguen estando desgraciadamente a la orden del día. En todas las geografías y en todos los estratos sociales. Nos llenamos la boca con la palabra consentimiento, añadiéndole matices y aclaraciones.
El problema es que aunque las palabras tienen un significado en los diccionarios, en la vida real las cosas cambian. Eso ocurre con el consentimiento. Para muchos, el verbo consentir no tiene vuelta atrás. Me explico: nadie marca la duración en el tiempo de una acción verbal. Yo como una tarta, por ejemplo, pero cuando no quiero más dejo de comer. Incluso si solo he dado un bocado. Yo leo un libro y detengo su lectura, aunque solo haya leído media página. Si voy a una fiesta y decido retirarme a los pocos minutos, no tengo por qué dar explicaciones a nadie.
Todos aquellos actos que dependen de mi voluntad (que hago por libre elección) no me obligan a nada. Tengo todo el derecho del mundo a cambiar de idea. Esta afirmación tan simple parece incomprensible para muchos.
Si nos trasladamos al terreno sexual, el consentimiento tiene que ser absoluto. Durante siglos, las mujeres han mantenido relaciones sexuales por obligación, empujadas por el sentido del deber o la necesidad de complacer a sus parejas. Eso se tiene que acabar. Ha habido polémicas entorno al concepto de consentimiento. Seamos claros: el consentimiento no es para siempre, ni obliga a nada. Una mujer puede besar a un hombre y decidir que no quiere ir más allá. Una mujer puede volverse atrás cuando, por los motivos que sea, lo considere oportuno. Si vas a la playa, nadie te obliga a bañarte. Si entras en el agua, puedes volver a salir. Entendámoslo de una vez por todas: las cuestiones del sexo van como la vida. Hasta el último momento tenemos derecho a rectificar.