Es un personaje clásico. Cada vez que explota un escándalo en este país aparece alguien que sentencia ‘eso lo sabía todo el mundo’. Un secreto a voces. Vaya imbécil. Da igual que sean correrías borbónicas, sobres atados a mascarillas o ímpetus sexuales de Íñigo Errejón. Surge en público alguien que pronuncia la frase, para hacer ver que la conducta ominosa era un secreto que corría y ante el que nadie hacía nada, o para dárselas de enterado. El listo en cuestión se coloca a sí mismo dentro una élite que todo lo sabe, por encima de los sorprendidos y decepcionados ante el asunto tenebroso. Debe ser una herencia de la Corte, el vicio del corrillo. Siglos de picaresca. Sin embargo, une a esa condición superior la de colocarse al frente del pelotón de lichamiento del protagonista del escándalo. La experiencia coloca al de ‘eso lo sabía todo el mundo’ en varias posibles categorías: o es un mentiroso, o es un cómplice, o es un incompetente. La primera explicación es la más convicente. Se trata de alguien que se hace el listo porque da más empaque ser de los listos que de los timados.
La segunda y tercera ya apuntan a que, en efecto, esa persona algo había oído. Si lo que escuchó ya era bastante para denunciar y no lo hizo, malo. Si no hizo lo suficiente como para comprobar el escándalo y poder sacarlo a la luz, es un ceporro y no debería alardear de ello y ahí entran colegas de profesión. Conviene pues poner la cruz al personaje, sea cual sea su móvil y desterrar la monserga del ‘ya se sabía’ entre otra de las brumas del encubrimiento. Al lado de este se encuentra la raza del ‘si contara todo lo que sabe’ o ‘vale más por lo que calla que por lo que dice’. Salvo que sea un abogado, un psicólogo o un confesor, obligados por el deber de secreto, es otra categoría dentro del lodo. Todo vive de la misma confusión: una cosa es ser discreto y otra revolcarse en el rumor.