Creo honestamente que los esfuerzos titánicos de nuestros pensadores europeos de finales del siglo XIX consiguieron su éxito; sus seguidores tuvieron todo el siglo XX para rematarlo. Se trata de un tema tan importante como el de la duración humana. Aquellos pensadores trabajaron duro para hacer coincidir el fin del hombre con el día de su muerte, la tumba constituía el «cierre de la cuenta». El siglo XX filosófico dio por consagrada la caducidad de la vida humana. Morir no consistía en entrar en el Reino de los Cielos, sino en entrar en el Reino de la Nada.
Cualquier intento de otorgar transcendencia al humano quedó vilipendiado: no había más vida que la ya vivida, toda la transcendencia de la filosofía anterior había sido reducida a inmanencia pura y dura; como el día termina en noche oscura, la vida humana termina en nada absoluta. La filosofía marxista se quedó prácticamente sola afirmando que, con la muerte individual, la especie, por los frutos de la lucha de clases, quedaba enriquecida. Hace pocos días, en el Auditórium de Palma, el doctor Manuel Sans Segarra defendió, con datos contrastados, que «la supraconciencia existe» y que se da «vida después de la vida». Entre los que no han dado nunca por cerrada la cuenta de la vida personal se encuentran desde siempre los creyentes religiosos; dicen, ellos, tener sed de eternidad y aspiran a satisfacerla.