Pere Janer cantó en el teatro de Lloseta el viernes por la noche. Pere tiene una voz preciosa, aterciopelada, personal. No se deja llevar por modas pasajeras, porque su obra es fruto de un trabajo de años, de una profunda vocación por la música.
Es imposible escribir estas líneas sin hablar de su forma de ser: profesor apasionado por la docencia, artista hasta la médula, creativo y riguroso a la vez. Una persona sensible, lúdica y, sobretodo, generosa.
Pere Janer es mi hermano, algo que no resta ni un ápice de valor a mi entusiasmo por su persona. Nadie admira a alguien por el hecho de que sea su hermano. La admiración se gana con el tiempo, la presencia continua en la vida del otro, la prueba reiterada de la generosidad.
Nadábamos juntos en las playas de nuestra infancia, y aún hoy nos gusta hacer alguna escapada juntos al mar. Sentimos la misma devoción por Mallorca y sabemos que debemos luchar por la lengua que nos enseñaron mi abuela y mis padres, nuestros maestros de vida y de amor. Leíamos juntos poemas e intentábamos comprender sus mensajes secretos. Estudiamos Filología catalana con pocos años de diferencia, porque amamos las palabras, las historias que alimentan, los libros que hacen compañía. Viajamos juntos, compartimos complicidades y una lealtad profunda.
Pere y yo somos dos de cuatro. Tenemos dos hermanos más: Tomeu, quien se hizo cargo de forma magnífica de la parte técnica de sonido del concierto, y Mar, probablemente la más reservada de los cuatro, pero también la más sensata, ese apoyo que no falla nunca en los momentos duros.
Con los hermanos compartes una patria: la de la infancia que vivisteis juntos. Rilke decía que nuestra patria es nuestra infancia. Tenía razón. Hay historias, recuerdos, momentos y personas que solo puedes evocar junto a tus hermanos. Ellos son los testigos directos de tu historia. Son también los únicos seres en el mundo que amaron a quien tú amaste, que palpitaron por los mismos lugares, que escucharon las mismas historias que te han construido como ser humano.