Mi padrino fue pescador durante más de cuarenta años. Se embarcó por primera vez a los catorce rumbo a las gélidas aguas de Terranova tras los bancos del bacalao. Los buques partían desde el puerto de Vigo y alternaban los caladeros canadienses, el Gran Sol y el Atlántico Norte. Todo muy frío, peligroso y lucrativo.
Allí se ponían a prueba las habilidades, la fuerza y el valor de los hombres de mar gallegos, vascos e irlandeses. Fueron su familia durante décadas y cuando regresaba a casa, tras nueve larguísimos meses de campaña, solía traernos peliculitas de Súper-8 para relatarnos sus aventuras. Recuerdo muy bien, a mediados de los años setenta, cuando nos contó que la tripulación hacía descansos en Suecia y Noruega mientras repostaban los barcos. En esos países descubrió una costumbre que le sorprendió. Hombres y mujeres bebían alcohol como cosacos y jamás sacaban el coche cuando iban de fiesta.
Existía un servicio de taxis que vivía exclusivamente de las borracheras de los fines de semana, porque todos y cada uno de quienes se alcoholizaban sabían que ponerse al volante era un no rotundo. No había polémicas, solo un sistema bien establecido que protegía la vida de los borrachos y de quienes se cruzaran con ellos. Casi cincuenta años después la anécdota me ha venido a la mente al escuchar toda clase de barbaridades acerca del nuevo límite de alcohol en sangre que quiere imponer la DGT para los conductores. Oyes en todas partes: «Es que ya no se va a poder beber ni una cerveza». ¿Perdona? ¿Alguien dice que no se pueda beber? Lo que se dice es que no podrás conducir, no que dejes de beber (que tampoco estaría tan mal). Si lo decía el bueno de Stevie Wonder: si bebes, no conduzcas.