El otro día me llegó un mensaje al correo electrónico donde me informaba no sé quién de que estoy perdiendo el tiempo, ya que delante de mí tengo un horizonte de riquezas gracias al manejo de la inteligencia artificial. Qué bobo que soy. Y yo sin saberlo. Por fin mis deseos se harán realidad, pensé. Abrí el correo esperanzado con eso del horizonte y leí que mejoraría mi experiencia con la IA si me pasaba a stramberry, que todo lo de antes no sirve y que con fluxlora aumentaría las prestaciones de las imágenes ópticas y que si doy un paso más y me meto de lleno en el prompt y el linux no voy a tener límites. Me bastó leerlo una vez para que se me cerrara el horizonte de golpe. Esa tarde llovía y agarré el paraguas de la entrada de casa, uno largo, impoluto, con mango de madera, tela negra, señorial. Pillo el ascensor y me tiro a la aventura de bajar Francisco Martí Mora a la hora de salida de colegios. Tras un primer aviso, la lluvia y el viento pusieron el maldito paraguas del revés e inicié una lucha titánica para recomponer el mecanismo. Un grupo de niños me observaba desde el otro lado del paso de peatones. Los chavales estaban asombrados y absortos en mi épica misión. Ni los movimientos a lo Matrix consiguieron adecentar el maldito paraguas. Parecía el quinto de Locomía. Al pasar ante los niños con sus chubasqueros, perplejos ante mi actuación, pensé que esos mismos pequeños son los que dominarán el stramberry y el fluxlora, pero como yo, jamás podrán dominar el paraguas un día de viento. Por mucha IA que se inventen, hay cosas que en un día de lluvia se tuercen ahora y se torcerán en el futuro.
El paraguas
Miquel Alzamora | Palma |