La espectacular densidad de pirados con los que convivimos día a día en nuestra sociedad no sería preocupante si no fuera porque los gobiernos, y consecuentemente las políticas, surgen de las urnas y todos los votos valen igual. Siempre ha habido trastornados, pero ahora las redes sociales les permiten hacer llegar sus mensajes a todos los confines del universo, añadiendo lo suyo a la confusión en la que vivimos.
Estos días vimos un ejemplo: un niño de once años fue asesinado en Mocejón, un pueblo de la provincia de Toledo. Yo no me enteré por la prensa sino por las redes sociales, de manera que el mismo día del asesinato ya estaba al tanto. El mensaje que me alertó decía que era un caso de violencia vicaria. Como no me fío en absoluto de las redes, comprobé en la prensa online que había habido un asesinato, pero en los medios tradicionales no constaba dato alguno sobre el culpable, por lo que nadie sugería que hubiera sido un familiar.
Apenas unas horas después, bajo uno de esos titulares escandalosos tan frecuentes en Internet, otro fanático había subido a YouTube un vídeo en el que criticaba a los que, con una agenda política e ideológica en la cabeza, habían dicho que se trataba de un asesinato de género. Él, en cambio, tenía la verdad, que no llegué a ver porque ni el tono, ni la puesta en escena, ni las pocas cosas que le había oído hasta ese momento me inspiraban confianza alguna.
Al día siguiente el tema ya tenía tantas aportaciones interpretativas como lectores: media España, desde sus dormitorios y con el aire acondicionado a tope, como si no estuviéramos en agosto, subía a las redes la verdad del asesinato, eso que los pobres guardias civiles no parecían haber descubierto y, en todo caso, no querían contarnos. Para este ejército de fantasiosos, el horrible asesinato tenía como culpables a las feministas, a los padres de la víctima, a los menores de edad inmigrantes que están alojados en un hotel en el mismo pueblo y así casi indefinidamente. Se trataba de una lista horrorosa de pruebas de cuán imbécil puede llegar a ser el humano, no porque tengan sospechas o intuiciones, sino porque somos tan irresponsables de pregonarlas como si la verdad nunca se fuera a conocer. Todo aquello era una lista de apriorismos fruto de la imaginación más que de la realidad.
Tal vez debería haberme sumergido en ese estercolero ideológico para hacer que este artículo fuera más vívido pero, la verdad, no quiero invertir ni un segundo en estos desvaríos. Para una cosa en redes que es razonable y supone una aportación, en el mejor de los casos hay mil idioteces o manipulaciones demenciales. En nuestro idioma, por cierto, contamos con la delirante aportación de allende los mares, cuyos autores harían mucho mejor si cogieran un libro para, al menos, aprender ortografía.
Finalmente, al tercer día o cuarto día del asesinato, la Guardia Civil detuvo a unas pocas calles del lugar del crimen a un pobre muchacho de veinte años, con algún tipo de trastorno mental que le condujo a cometer esta atrocidad bárbara. El culpable era natural de Mocejón, aunque no vivía allí todo el año.
La idiotez no se bate en retirada a partir del hallazgo del asesino, por supuesto, porque cuando uno es tonto lo es indefinidamente. Tras la aparición de un culpable, a estos tarados les llega el momento de pasar cuentas: no dicen que ellos se equivocaron sino que los rivales erraron de mala manera, con lo que siguen con sus peroratas.
Este caso, como pocos otros, me parece interesante como demostración del nivel insultante en el que se mueven las redes sociales de las que bebemos todos: son una recopilación de contenidos sin filtro, frecuentemente delirantes, carentes de fundamento, con razonamientos de pajarito, que intoxican a la sociedad alimentando únicamente sus instintos. Este, queramos o no, es el medio en el que tiene lugar el debate político contemporáneo, del que salen los gobernantes. Uno no sabe si los políticos y los discursos en boga son lamentables porque emergen de esta basura o al revés. Pero este contexto ayuda a explicar muchos resultados electorales disparatados que vemos por el mundo. Nos pasó con la pandemia y nos ocurre con incontables otros asuntos: las tesis más locas terminan por hacerse un hueco al que nunca debieron tener acceso. Y marcan el territorio, influyen, generan opinión.
En medio de esta exhibición de estupidez hay dos cosas a rescatar: el periodismo tradicional, que esta vez se mantuvo dentro del marco de los hechos demostrados y, por supuesto, la Guardia Civil, que también se limitó al frío lenguaje de las evidencias.