Hace medio siglo, una persona de setenta años era un anciano decrépito. Ahora, la mayoría de quienes transitan esa década son adultos mayores activos, divertidos y enredados en mil historias, desde viajes a clubes, deporte, aficiones, amistades y familia. A veces sus agendas son más apretadas que las de sus hijos o nietos. En esa tesitura, un jubilado activo supone una enorme fuente de recursos para el Estado porque consume, se mueve y está encantado de contribuir a la economía de los suyos. Muy lejos de aquellos abuelitos sentados todo el día en la mecedora, con la mantita sobre las rodillas y el cigarrillo entre los dedos. Por eso, desde las alturas se plantean una y mil veces cómo conseguir que ese segmento decida permanecer más tiempo atado al mundo laboral, con su presión y fatiga, y ahora un estudio sugiere que no es buena idea.
Porque, al parecer, quienes siguen trabajando entre los 60 y los 69 mueren antes, especialmente si se dedican a determinadas profesiones más pesadas, peligrosas o penosas. Quienes nos acercamos a esa barrera del sexenio sabemos cómo se encuentra nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra energía. Pensar en exprimir todo eso durante diez, doce años más, equivale a planificar un suicidio. Individual y colectivo. Especialmente en un país donde el desempleo juvenil supera el treinta por ciento y los que cumplimos años estamos ya casi obsesionados con que llegue el día del ansiado –y merecidísimo– descanso. Lo que tendría que hacer el Gobierno es facilitar la jubilación y, a la vez, el deseo de algunos de seguir al pie del cañón, sobre todo en el medio artístico o creativo. Y aplicar políticas agresivas hacia un empleo juvenil digno y bien pagado. Que lo necesitan.