A mí, por lo que me queda ya el convento, caballeros. Pero es que contemplo los rostros y las poses, leo las pancartas y escucho las declaraciones de los ‘históricos' antiturísticos que salieron el domingo en romería y pienso que sí hay motivos para preocuparse. Fiar el cambio de rumbo hacia un nuevo modelo a la señora Ramis y su tropa gauche divine se me antoja, como poco, una temeridad. La verdad es que frente a los ‘exquisitos' que predican medidas casi revolucionarias para frenar la saturación turística está una gran mayoría –gente humilde, que sale todas las mañanas a los mercados de la Isla para buscarse un incierto jornal, pequeños restauradores de esos que aún te dan de comer por menos de cien euros el cubierto, y propietarios de viviendas turísticas del todo legales– que esos días ha contenido el aliento y que parece estar dispuesta a dejar de ser silenciosa.
El proyecto presentado por la presidenta Prohens es serio, riguroso, abierto, y está confiado a una persona de tan reconocida valía como Antoni Riera. Aquello sí fue un buen comienzo, la inauguración de una esperanza más que razonable. La campanera dejó a la izquierda –que en 8 años de gobierno no había hecho otra cosa que echar leña al fogueró de la saturación– con dos palmos de narices y más descolocada que una monja ursulina en el centro de Magaluf. ¿Y qué hacen ahora? Pues sumarse con toda su desvergüenza a la romería y, encima, buscando desesperadamente la cámara del fotógrafo, a fin de que todo el mundo sepa que son lo que no hay en el arte de estar en misa y repicando.
A este cronista le soplaron el otro día que tras la movida del domingo –organizada con profusión de medios– podrían estar los grandes hoteleros, que venden la moto de la saturación pero nada quieren hacer para frenarla. Ya les vendría bien, ya, que un tsunami incontrolable, salido de madre, consiguiese la meta que ellos tantos acarician: que los chivos expiatorios, los empresarios del alquiler turístico, fuesen arrojados por los riscos del desierto. Entonces la izquierda divina –y la otra, la que clama a la luna cuando le cobran 5 euros por una cerveza– proclamaría el triunfo de la ‘revolución' mientras los millonarios de siempre, al pairo de contingencias, seguirían montados en el dólar, riéndose por lo bajini de la ingenuidad de unos y otros. Eso es precisamente lo que no puede pasar, pero el riesgo es considerable.