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Crónicas de verano I

| Palma |

El otro día llegué al periódico y aparqué la moto justo frente a la puerta. Es uno de los pocos privilegios que tengo, este y haber aprendido a cocinar la carbonara auténtica, ya saben con huevo y sin nata. Fue entonces cuando me giré hacia la entrada del aparcamiento subterráneo del Paseo Mallorca y encontré una cola infinita de coches detenidos, había tantos que la policía tuvo que redirigir a otros porque de lo contrario la hilera hubiese llegado al Bar Bosch. La intención de todos ellos era entrar en el párking y como es lógico estacionar el vehículo. Era un día de esos que llovía barro, ya saben, aquí ahora llueve barro. El subterráneo estaba lleno y los vehículos esperaban pacientemente a que otros conductores abandonaran el subsuelo para ellos entrar y empezar a rifarse la plaza que vete a tú a saber dónde quedaba libre. Al volante de uno de los vehículos observé a un hombre más o menos de mi edad, turista, con su mujer al lado mirando el teléfono y dos niños detrás con la mirada perdida y maldiciendo su suerte. Llovía barro y el coche estaba quedando bonito. El parabrisas ya no dispensaba agua. Era el cúmulo de las desgracias: Estar atrapado en la boca de un aparcamiento, en plena operación nube y sin esperanza de encontrar una plaza para dejar el coche a corto plazo. El rostro de ese hombre era el de una persona derrotada y superada. Él tenía otra idea cuando le dijeron eso de pasar unas vacaciones en Mallorca. Nadie le dijo que llovía barro y que los aparcamientos ya no eran suficientes y que cuando se nubla todos los turistas viajan a Palma para llenar sus calles. Nadie le dijo que esto, en verano, ya no es el paraíso soñado a no ser que seas como el tipo de Facebook, que llega en avión privado y se mete en un barco más grande que sa Dragonera.

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