Viajar a la Península desde el aeropuerto de Palma se me está volviendo un infierno. De mis últimos diez viajes, ocho salieron con retraso. Cinco de ellos tenían conexión. La demora de tres de esos cinco fue lo suficientemente amplia como para no llegar a tiempo para embarcar en el segundo avión. La sensación de impotencia que producen estas experiencias supera al éxtasis de una teofanía en la playa.
Pero cuidado, esto de los retrasos no es algo propio de una única aerolínea. En el aeropuerto de Palma las demoras afectan a todas las compañías. A las de alto coste y a las de bajo coste. Lo cual es muy democrático porque nos toca a todos por igual. A los que han pagado doscientos euros y a los que solo les ha costado veinte hacer el mismo trayecto.
En mi último viaje -hace muy pocos días- el vuelo de ida salió de Son Sant Joan con tres cuartos de hora de retraso. La vuelta, al día siguiente, solo tuvo media hora de espera. Fue en este regreso a casa cuando, para mi sorpresa, una voz venida de lo alto de la aeronave señaló al aeropuerto balear como causa del retraso. Al parecer, el cielo de Palma estaba saturado de aeronaves que esperaban aterrizar en sus pistas. Por un momento pensé que la disculpa era una excusa para eludir la responsabilidad moral. Sin embargo, la experiencia me hizo recordar que los vuelos retrasados en nuestro aeropuerto afectaban fundamentalmente a los trayectos que iban o venían de la Península. Los otros, los internacionales, esos vuelos que aterrizan cargados de fieles adoradores del dios Sol, llegaban con mucha mayor puntualidad. Fue entonces cuando un mal pensamiento conquistó mi corazón: ¿No estaremos dando prioridad a los vuelos internacionales para dar buena imagen? A fin de cuentas, lo que cuenta en este tipo de peregrinaciones es una buena recepción.