Los presos derechistas se hacinaban en las celdas del Castillo de Ibiza cuando escucharon aviones acercarse. El joven Augusto Tarrés Llobet, de solo 17 años, se agarró a su padre, el prestigioso pintor José Tarrés Palau, con la esperanza de que fueran los suyos. «La liberación es cuestión de horas», debieron pensar. No sabían que la isla sufriría dos masacres ese día y ellos estaban en la lista.
El domingo 13 de septiembre de 1936 los modernos bombarderos italianos machacaron la capital ibicenca. Un proyectil cayó sobre un restaurante repleto de gente y asesinó a todos los presentes. El balance general fue de más de 40 muertos. Los líderes republicanos sabían que aquello era el preámbulo a un desembarco masivo desde la Mallorca franquista, así que prepararon la fuga y la venganza.
El humo todavía oscurecía el cielo de Vila cuando 150 presos fueron sacados al patio del Castillo. Los milicianos bloquearon la salida con dos ametralladoras en la puerta. Los reos, la mayoría religiosos, militares y propietarios (como Abel Matutes), se aglomeraron contra la muralla. Solo había una escapatoria: saltar la pared y caer más de 10 metros. Las ametralladoras comenzaron un barrido indiscriminado. Las primeras filas caían. Las últimas trataban de cubrirse o saltar. Augusto y su padre saltaron. Era eso o una muerte segura. El padre se rompió la columna con el impacto. No volvería a andar. El hijo sobrevivió de milagro. Según el investigador José Miguel L. Romero, el balance de esta segunda masacre fue de 94 muertos.
El 20 de septiembre la isla cambió de bando. Un desembarco franquista liderado por el fascista italiano Conde Rossi ocupó rápidamente la isla clamando venganza. Augusto quería la suya y se alistó en Falange. Como explica Romero, la oportunidad le llegaría un mes después. La noche del 23 de octubre se unió a un grupo para asesinar izquierdistas. Iban en un camión cuando uno de los presos aprovechó un despiste para salir corriendo. Augusto le persiguió y la desdicha quiso que una de las balas que disparaban sus compañeros contra el huido acabara con su vida. La providencia, que le había protegido como víctima, le abandonó al convertirse en verdugo.
El semanario Falange de Ibiza publicó: «La suerte fue injusta contigo, camarada Augusto. Cuando los rojos asesinos no pudieron clavarte su zarpazo, has caído víctima de un estúpido accidente cualquiera. Cuando para ti, falangista de corazón, alboreaba la vida en la nueva España, has cerrado los ojos para siempre y no tendrás la felicidad de ver la Patria salvada». Curiosamente, la dictadura no incluyó su nombre en el listado oficial de Caídos por Dios y por España.
Esta insólita historia no acabó ahí. El izquierdista huido, Miquel Torres Planells, consiguió esconderse y murió días después al dispararse accidentalmente con una pistola que había conseguido.
Según Romero, la represión fascista acabaría con 74 personas, un número menor que la republicana porque los militantes más comprometidos ya habían huido de la isla.
José Tarrés, el padre de Augusto, continuó dedicándose a la pintura, pero las heridas que arrastraba le causaron una muerte prematura en 1945, con solo 53 años.