En la práctica, las redes sociales se han convertido en el reino del disparate y el desquicie. Como mínimo, son tribuna de la exageración, del titular amarillo. Como máximo, plataforma de la mentira, el engaño y la desestabilización. Hay contenidos equilibrados pero están sumergidos en la inmundicia. Con dos agravantes: por un lado, el espectador recibe esta basura vestida con las galas de la verdad; por otro, las redes contaminan a un periodismo en decadencia.
El público aún está dominado por la lógica de cuando veíamos televisión, de cuando leíamos titulares, que nos decía que aquel formato, aquella estética, garantizaba la verdad. Las redes mienten imitando esas formas, maquillándose como lo que no son. En el periodismo tradicional los hechos se aproximaban mucho a la verdad; la mentira solía estar más en lo que no se decía. Aquel mundo se nos presentaba con unos formatos que aprendimos a asociar a la credibilidad. Los formatos, la vestimenta, la estética y el marco exterior son absolutamente trascendentales para el ser humano: es una cuestión de economía de recursos, porque nos permite asociar formas con contenidos; en este caso con credibilidad.
He ahí el poder de incontables páginas de información online que desbarran: son basura con estética de telediario clásico. Miren, de un vistazo, algunos titulares de Youtube: ‘Le cerró el traste'; ‘Así se le habla a esta escoria'; ‘El gráfico que Sánchez y Díaz no quieren que veas'; ‘Expolio al trabajador'; ‘Casi a las manos: escándalo en Diputados'; ‘El empobrecimiento de España es inevitable'; ‘El momento más humillante de Rufián', ‘El diablo hace planes para dañarte. Pero Dios los usa para bendecirte.'
La lista es interminable. Todo basura, todo hiperbólico, todo sin matices, confrontacional, tenso, disruptivo, destructivo. La racionalidad cede el paso a la emocionalidad.
Esta basura repugna. Aunque se trata de la misma basura que miles y miles de desequilibrados o desinformados soltaban desde siempre en charlas de bar o en tertulias familiares y que nunca nos alarmaron. La única diferencia está hoy en el formato que seguimos asociando con la seriedad y el rigor, y sobre todo en el alcance de las redes. Yo he visto disparates respecto de todo el mundo, a diestro y siniestro. Lo que menos veo son contenidos moderados, equilibrados, que aspiren a ser ecuánimes. En todo caso, el algoritmo también está enloquecido y lo serio queda por debajo de su radar.
Pero es lo que hay. Le hemos dado voz a todo quisque. Dan Gillmor, que trabajaba en el San José Mercury de California, publicó en 2004 un libro titulado We the media ('Nosotros, los medios'), que anunciaba que cada persona sería un canal de televisión o un periódico. Ese día ha llegado. Está aquí. Y no ha sido precisamente una aportación en favor de la moderación, porque estas herramientas han sido conquistadas por los más fanáticos.
Ante esta locura que pone en peligro el debate democrático sólo hay una solución: o encontrar las pocas voces que aportan y que no tienen muchos seguidores, o abandonar las redes. No hay más. La idea sanchista de censurar o limitar esta bazofia no tiene sentido. Es ponerle puertas al campo. Conduce al ridículo.
Si uno escoge toda la basura producida por la derecha, si se regodea en la fachosfera, llega a las conclusiones a las que, con razón, llega Pedro Sánchez, que es tan egocéntrico que parece que únicamente mira a los que le critican e ignora la rojosfera, donde le elogian con igual vehemencia y denigran a la derecha también sin fundamento. (No deja de tener su misterio que el presidente sólo vea contenidos de lo que él mismo llama fachosfera.)
Ante este disparate mediático, lo único que siempre hay que hacer es aplicar el Código Penal de toda la vida, el que prohíbe la difamación, la atribución de hechos delictivos a personas inocentes o la ley que protege el honor. Y esperar que el público aprenda a distinguir, a relegar lo impresentable, a seleccionar lo valioso.
Pero no hay que engañarse con lo que sucede hoy en España: Sánchez, como cualquier político, sólo busca no ser criticado; que se hable bien, pero sólo de él. Que haya rojosfera pero no fachosfera. Los bulos suyos –porque son suyos– son aceptables; los del rival, no. Lo defiende sin vergüenza. Igual que mantiene a Tezanos o que manipula a los fiscales.
Yo creo que a Sánchez se le ha ido la mano. Hay que ser extremadamente fanático para creer que tiene otra preocupación que la de seguir en el cargo. Para mí, lo que define a Sánchez es la frialdad con la que contestó a Alsina cuando le preguntó «Presidente, ¿usted por qué nos miente tanto?».