María Antonieta vivía ajena a la realidad del pueblo francés y cuando salió en su carruaje, mostró su sorpresa por las manifestaciones. «¿De qué se quejan?». «Tienen hambre». Sumida en su mundo de lujos y encajes y bailes y macarons, solo se le ocurrió decir: «Pues que coman pasteles». El final de María Antonieta fue de lo más trágico.
Las burbujas en las que estamos instalados todos nosotros nos impiden ver cómo viven los demás. Desde las clases más humildes, que tienen serios problemas para pagar el alquiler y llenar la nevera, a aquellos que viven en los más alto de la pirámide alimenticia insular. Existe un mundo paralelo en el que es habitual conducir coches de alta cilindrada, se contratan chefs privados y aterrizan en la Isla en sus propios jets. El lujo excesivo de Eivissa se está instalando y multiplicando en Mallorca.
El efecto colateral es que el lujo se propaga y contagia en el resto de comercios, bares y restaurantes. Una copa de vino ya cuesta doce euros, una cena se puede disparar a los cincuenta a la que une se descuide. Los comercios de alto standing se multiplican mientras cierra el pequeño comercio: es el precio que hay que pagar por ser un destino turístico de primer orden. Pero esto, ¿ayuda en algo a las familias de los barrios, de los pueblos? Los Porsches se multiplican en nuestras atestadas carreteras. Las calas de nuestra infancia están plagadas de yates de gran eslora. El chiringuito se reforma y es un beach club con botellas de champán de a 200 euros. La vida se complica para los que están más allá de Muro y mientras gritan, algunos gritan en el nuevo Versalles: «Pues que coman aguacates».