Superado el bache de los cinco días de reflexión, llegamos al Primero de Mayo con una idea clara, ya lo dijo el presidente: no van a parar. Porque España se asienta sobre un magma fraguado durante siglos en el que la clase dominante –aunque la mayoría crea o quiera creer que la lucha de clases es cosa del pasado, ahí sigue, soterrada– no acepta que los de abajo alcancen algunos objetivos que puedan mermar sus privilegios.
No se trata de ver el mundo bajo el prisma woke, donde todo es blanco o negro, los buenos y los malos, como dijo aquella. No, de lo que hablamos es de romper esas cadenas invisibles que mantienen a la clase trabajadora presa, incapaz de saltar la valla hacia una vida de bienestar y libertad. Partidos de derechas y sus medios de comunicación luchan desesperados por salvaguardar los beneficios empresariales, que los de arriba no tengan que mirar jamás al suelo. Los conservadores basan su argumentario en garantizar la bonanza del empresariado, con el discurso de que si a la empresa le va bien, crea empleo y entonces al obrero también le va bien.
Eso dependerá de las condiciones en las que trabaje, me temo. No basta con tener empleo. Y los de izquierda defienden los derechos de los de abajo, a base de arañar un poquito a los de arriba. Por eso PP, Vox y el ala dura del PSOE no van a parar. Porque la banca y la empresa están hasta las narices de Yolanda Díaz y sus impuestos excepcionales, de un Pedro Sánchez que le sigue el juego y ya no digamos de un Bildu que capta simpatías porque hace políticas de izquierda. Los políticos bazofia, sus medios de comunicación y millones de personas –obreros también, qué desgracia– vociferarán hasta que se mueran. Porque sus amos se lo exigen.