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Secretos

| Palma |

La verdad es que yo no tengo nada que ocultar, pero igualmente lo oculto. Por estética, por hábito, por precaución. Como esos tipos de las pelis en blanco y negro que en noches lluviosas se escondían en una esquina, pegados a la pared y con las solapas de la gabardina subidas. Simulando ser agentes secretos, y querer pasar inadvertidos. O como el viejo Graham Greene, que tras una vida aventurera de gran escritor, para entretenerse paseaba con bastón de estoque por los bajos fondos de Marsella. Nunca le atacó nadie, pero igual disfrutaba manteniendo a salvo su secreto. Hay tres tipos básicos de secreto. Los que no tienen ninguna importancia y a nadie le importan lo más mínimo, los que todo el mundo conoce pero nadie revela porque para qué, y los que realmente no conoce ni su padre. Son los mejores, porque si lo sabe uno, dejan de ser secreto enseguida. De ahí que yo ignore los míos. Ni idea de cuáles podrían ser, pero como decía al principio, igual los defiendo con toda clase de sucias artimañas y simulaciones. Por si acaso, porque sí. Porque por algo son secretos. Desconocerlos me garantiza no delatarme, y como soy introvertido, tímido, reservado y nada sociable, mis secretos, los haya o no, sean cuales sean, están a buen recaudo. Es decir, supongo, porque si fuesen secretos del primer tipo, o incluso del segundo, todos estos trabajos serían tiempo perdido. Suele ocurrir con los secretos, incluso con los grandes secretos de Estado, que a lo mejor ya los conoce todo el mundo, y les da igual. Simulan a su vez ignorancia, por comodidad, porque total. La gente es muy aficionada a los secretos, sobre todo políticos, empresarios y periodistas, y si no los descubren se los inventan, y si no ocultan nada se inventan ocultaciones para despistar. Carecer de secretos es de pendejos, te quedas en nada, se pierde atractivo sexual. A menudo, el secreto mejor guardado es que no hay ningún secreto, y las cosas son siempre lo que parecen, para espanto de los guionistas de series. Qué increíble secreto, da grima pensarlo. Preferimos imaginar que todos escondemos antiguos secretos. A mí los del prójimo me la soplan. De los míos, claro está, no puedo hablar. Ni sé cuáles son.

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