El domingo me quedé más colgado que un jamón en Sevilla. Arrastré mi pena por una ciudad todavía rojiblanca para hacer turismo sin ninguna gana. Entre las almenas de la Torre del Oro contemplé un delicioso atardecer sobre el Guadalquivir mientras asomaban dos lagrimones tras mis gafas de sol. En realidad, no podía contemplar nada. Mi mente estaba todavía en el partido. Y ahí sigue.
No sé si lloré porque echaba de menos a mi padre, que me llevó siempre al Luis Sitjar, por la imagen de desconsuelo de Abdón y Morlanes o por simple desahogo. La realidad es que el fútbol tiene una enorme facilidad para hacerme llorar. Incluso con cosas ajenas que no debería sentir. Lloro con el video del viejo argentino que enloquece cuando el River baja a la B y se acuerda de su padre. También cuando Iniesta dedica el gol de su vida a Dani Jarque.
El viernes pasado no estaba así. Me paseaba pletórico por Sevilla con mi camiseta roja. Los del Athletic Club inundaban los rincones y saludaban con un ‘¡apa!'. Luego preguntaban: «¿Los de Mallorca cuándo venís? ¿Mañana?». Solo les faltaba añadir: «Porque vais a comparecer, ¿no?». Eran 70.000 rojiblancos, más del triple que nosotros. Yo les preguntaba cómo eran tantos cuando Bilbao es más pequeña que Palma y contestaban: «Es que allí todos somos del Athletic». La verdad es que fueron majísimos. Yo les cantaba el Txuri Urdin para putearlos y ellos respondían con un «No jodas» y una caña. «Invita Vizcaya», decían.
Hubo un momento que me senté solo en una terraza y pasó uno de los nuestros haciendo running. Se paró y me preguntó si era «des grup de whatsapp». Le dije que no y contestó: «Ara venc». Se llamaba Joan Llompart y llevar 25 años viviendo en Sevilla no le impide seguir siendo socio del Mallorca. Tras la primera caña, fue a por un bafle y puso nuestro himno a todo volumen. Un sevillano se acercó y señaló un carrito de bebé: «Perdonad, es que está dormido».
El sábado los mallorquinistas comparecimos a lo grande. Ya se veían camisetas rojas en todas las calles. El ambiente se llenó de fútbol y los sevillanos nos decían con la boca pequeña que nos apoyaban: «Al Betis le conviene que gane el Athletic para conseguir plaza europea, pero vamos con vosotros porque sois el equipo chico». La marea roja se reencontró en la Alameda de Hércules y de allí salimos para la fanzone y el estadio.
Yo iba con la familia de mi hermana, amigos y compañeros de trabajo. Ocupamos unos asientos en la penúltima fila, arriba del todo. Animamos sin parar hasta que el gol del empate nos dejó afónicos. Era difícil competir con un adversario que ocupaba el 75 % del estadio gracias a vergonzosas reventas. Algunos vascos me contaron que pagaron 350 euros por esos sitios.
Tras la derrota, casi 20.000 mallorquinistas emprendimos en silencio el eterno camino de vuelta. Si llegan a perder los otros, alguno se quema a lo bonzo. Habría habido suicidios colectivos.
Al llegar a Palma me torturé viendo de nuevo el partido. Y volví a llorar. Esta semana varios jóvenes han repetido una frase: «Ya hemos vivido nuestro Mestalla, ahora toca nuestro Elche». Ojalá tengamos más oportunidades para disfrutar y llorar como la de este finde. Por los que estuvieron y por los que vendrán: Mallorca hasta morir.