Durante siglos, España fue un país de emigrantes, sobre todo en zonas tradicionalmente pobres, con poca tierra fértil, como Galicia, País Vasco y Balears, hoy prósperas y destino deseado para miles de extranjeros. Por eso los que hemos nacido y vivido en lugares así sabemos lo que significa emigrar, dejar atrás todo lo que conoces y amas y aventurarte a un futuro incierto. Los más jóvenes lo ignoran porque han crecido en la abundancia y en esa horrible moda racista que lo impregna todo. Vascos, navarros, gallegos, mallorquines… ¿quién no tiene parientes en Argentina, Cuba, Puerto Rico, Venezuela, México? Aquellas tierras están llenas de apellidos nuestros, de sangre nuestra y, en cierto grado, también de nuestros valores y creencias, esas que se heredan de generación en generación.
Pero, ay, a pesar de que parece que en pleno siglo XXI incluso el árido sur de Europa se ha enganchado por fin al progreso y el bienestar de las áreas más frías del continente, no es oro todo lo que reluce. A nadie le importa ya la fertilidad de la tierra o la riqueza del mar, ahora priman otros parámetros para la buena vida. Dejamos de ser agricultores, pescadores y ganaderos para ponernos una corbata y zapatos de tafilete, pero no está claro que nuestra suerte haya cambiado. Los hay que ganan más dinero, por supuesto, incluso que ganan millones, pero ¿cómo se explica que tres millones de españoles vivan en el extranjero? ¿Aventureros, como decía aquella lerda? ¿O más bien falta de oportunidades, especialmente en algunas profesiones? Hemos apostado tan fuerte por el turismo que apenas hay margen para quienes desean dedicarse a otras cosas y el que quiere tener un sueldo digno sin duda mirará más allá de la frontera.