Hace unos días sufrimos un apagón en casa a la hora de la cena. El problema tardó en solucionarse y nos hizo darnos cuenta de hasta qué punto dependemos de la electricidad casi hasta para respirar. Por fortuna, este año, el invierno es veraniego y no hacía falta usar la calefacción. Los jóvenes se habían reunido para ver la gala de Operación Triunfo y pretendían hornear unas pizzas. El plan, claro, se esfumó. Adiós a la tele, al wifi y al horno. Yo pensaba ver un par de capítulos de mi serie favorita, cosa que descarté, por supuesto. Ni siquiera el ordenador respondía sin internet. Me quedaba la opción del móvil, gastando datos, pero me entró cierto pánico a que se agotara la batería, porque en ese caso tampoco tendría despertador. Un buen libro es siempre la salida perfecta para casi todo, pero, ay, sin luz no podemos leer si es de noche. ¿Unas velas? Son peligrosas y alumbran tan poco que corres el riesgo de quedarte cegato. Al final, cuando todavía no habían dado las diez, me metí en la cama. Como hacían mis antepasados, como toda la humanidad que nos ha precedido hasta la invención de la electricidad, en cuanto se ponía el sol. Cerrar los ojos y dormir hasta que amanezca y pueda retomarse la actividad. Ya dicen los expertos que el mundo desarrollado es el más vulnerable en caso de producirse una gran tormenta solar. Dependemos de lo eléctrico absolutamente para todo. Ahora también de lo digital. Si esto hubiera ocurrido a una escala mayor que mi casa, la falta de suministro nos impediría llevar a cabo casi todo lo que hacemos a diario de forma mecánica, ni siquiera habría agua corriente. Nuestro trabajo, los bancos, gasolineras, supermercados… la vida retrocedería doscientos años.
El apagón
Amaya Michelena | Palma |