Seguramente han oído hablar de esa tontada que llaman el reloj del apocalipsis, un invento de un grupo de científicos en 1947 que, para evitar que se repitiera algo parecido a la II Guerra Mundial que acababan de sufrir, crearon este reloj virtual que señala las horas más funestas para la humanidad. Desde entonces mueven las manecillas más o menos cerca de la medianoche en un intento por simbolizar lo próximo que está el fin de la humanidad por los peligros que el propio ser humano genera. La noticia es que en estos momentos la hora negra está más cerca que nunca, a solo noventa segundos, porque los expertos ven clarísimas señas de riesgo en las guerras de Ucrania y Gaza, el cambio climático, la tensión entre Estados Unidos y China y la irrupción de la inteligencia artificial. Cuestiones todas ellas dignas de preocupación, desde luego, pero ¿para quién? Está claro que los científicos que hace 76 años idearon este juego eran europeos o norteamericanos, de raza blanca, alto nivel educativo y seguramente cristianos o judíos. Es decir, la clase dominante.
Conviene recordar que la mayor parte del mundo no es nada de eso y, por lo mismo, tampoco está en grave riesgo porque ucranianos y rusos anden a la gresca. Es dramática la inercia que nos empuja a pensar que somos el ombligo del planeta, que cualquier tragedia que ocurra en el pequeño territorio que ocupamos debe ser determinante en el devenir vital de los ocho mil millones de personas que pueblan este planeta. Arrastramos desde hace siglos un ninguneo casi total hacia el resto de la humanidad y apuesto a que un apocalipsis del primer mundo probablemente sería bien acogido en ciertas regiones del sur, que se liberarían de un yugo demasiado pesado.