El ajedrez es el más violento de los deportes, decía Garri Kasparov, y seguramente tenía razón. Yo la única vez que he tenido ganas de matar a alguien practicando deporte fue durante una partida de ajedrez la mitad de la cual me la pasé haciendo corretear a mi rey por todo el tablero. Eso sí, por muy violento que sea, lo que es duro, el ajedrez dejó de serlo bastante cuando empezó a permitirse que entre movimiento y movimiento los jugadores se levantaran de sus asientos, se pasearan por la sala y hasta tuvieran donde estirarse. Antes, una partida de ajedrez era tan dura como un viaje en autobús de la misma duración. Y todos sabemos lo que es un viaje en autobús por una de esas interminables autopistas que cruzan los países en las que se suceden las áreas de descanso sin que el conductor haga siquiera amago de detenerse.
La dureza en el deporte es un concepto relativo que no soporta comparaciones ni tan solo dentro de un mismo deporte. Siempre he pensado que el boxeador que pierde un combate por k.o. en un asalto sale mucho mejor parado de lo que lo haría si acabara ganando por puntos tras doce. Y aunque a mis amigos maratonianos les gusta comparar sus entrenamientos con los de los futbolistas de Primera, dudo mucho que al día siguiente cualquiera de ellos sienta más dolores en el cuerpo de los que sentiría si en lugar de correr otra de sus maratones hubiera tenido que ir a rematar un córner en una portería defendida por Sergio Ramos, Rudiger o Rúben Dias.