Palma es una ciudad pintarrajeada. No es una señora elegante, que se viste con clase y se maquilla discretamente. El rostro de la ciudad es la cara de alguien que ha sufrido los estragos de un abuso: una chica que llora con el rímel corrido, el pintalabios que se confunde con los morados de la boca. Palma también sufre abusos que tendrían que enfurecer a quienes la amamos.
Me gustaba recorrer Palma. Sus calles y plazas, sus rincones con encanto. Sin embargo, el paisaje urbano ha sufrido el saqueo de la fealdad y el odio.
Palma está llena de grafitis horribles, que afean las fachadas, los muros, los monumentos. Alguien sufre la fiebre de los graffitis, en esta ciudad adornada con las luces navideñas.
El edificio del antiguo Hostal Terminus, en la plaza de España, se ha convertido en un lugar cubierto de pintadas hechas sin ton ni son, carentes por completo de gracia. Son la antítesis del arte, lo contrario de la armonía. Los antiguos conventos de monjas, que hay en el casco antiguo o en las Ramblas, tienen los muros llenos de dibujos que no son dibujos, palabras que no son palabras.
Me duele ese ataque al patrimonio cultural de nuestra ciudad. También me indigna ver tantas paredes y fachadas destrozadas por el mal gusto.
Nadie que ame a una ciudad va a bombardearla con colores y formas que hieren la vista. Nadie que la respete quiere su decadencia. Los ciudadanos somos víctimas de los que se apropian de un espacio público que nos pertenece a todos. Quizás habría que montar brigadas que vigilasen las noches de la ciudad. Puede que hubiese que multar severamente a estos ladrones de nuestro patrimonio cultural, que actúan siempre con nocturnidad y alevosía.
Me gustaría tener un espray mágico para borrar inscripciones, dibujos. Sería fantástico poder limpiar los muros de Palma. Rescatar los edificios, las calles. Y, después, imaginar que Banksy hace una de sus apariciones misteriosas para regalar uno de sus maravillosos grafitis a la ciudad maltratada.