El otoño dorado de los grandes nombres de la política ochentera y noventera de este país se está trastornando y, como osos a los que se interrumpe en su dulce hibernación, salen a la superficie cabreados para escupir su veneno. El otro día Rafael Vera abría la boca tras no sé cuántos años de silencio para criticar los pasos de Pedro Sánchez. Por supuesto que todo el mundo tiene derecho a expresar sus opiniones y es un ejercicio sanísimo, pero también existe algo llamado vergüenza, sentido del honor, discreción y elegancia, que obliga a quien tiene mucho que callar a cerrar la boca. Este señor estuvo en el agujero más negro de las cloacas del Estado durante su época más oscura. Allí donde se pergeñó una banda terrorista, los GAL, bajo la bendición del Estado. Por sus actividades terroristas, este individuo fue condenado a prisión.
Y, apenas un par de meses después, fue indultado. Era de la cuerda de Felipe González, que seguramente le pidió el favor de sacar a su amigo de la cárcel a su entonces rival José María Aznar. A eso, en este país, se le llama ser un político de Estado. Ahora el que habla es el capo González, que estuvo al frente del poder durante catorce años en los que ocurrieron cosas feísimas, horrorosas, completamente inadmisibles en una democracia moderna.
Critica que se amnistíe a unos cuantos personajes que cometieron delitos inventados y a otros que protagonizaron algunos alborotos callejeros. Nada de eso es comparable al terrorismo de Estado que proliferó en sus tiempos de gloria. Para lo grave –asesinatos, torturas, secuestros, uso de dinero público con fines delictivos– firmaron indultos y aquí paz y después gloria. Para lo tonto –sacar urnas a la calle– exigen la máxima dureza.