Mi amigo Pere se compró la semana pasada una panada del Forn Fondo, en la calle Unió. Lo cierto es que estaba feliz con su botín para hacer el berenar. Entonces decidió que había que aprovechar que aún hacía buen tiempo para sentarse a los pies de la escultura de Antoni Maura, en la Plaça des Mercat, y merendar al aire libre.
Pero mi amigo Pere, que es un bendito, solo tuvo tiempo para pegarle dos bocados cuando alguien le tocó el hombro. Al alzar la vista se topó con un turista, mediana edad, del norte de Europa, gafas de sol, zapatillas caras, que con semblante serio le hizo un gesto, claro y meridiano, que puede entenderse gracias al lenguaje internacional de señas: empezó a sacudir la mano para que se quitara de en medio. Era peligroso, ya que llevaba en su otra mano un móvil con el que pretendía hacer una foto.
Mi amigo Pere, quién sabe si aturdido por la falta de alimento durante horas o quizás sorprendido por el gesto, se retiró amablemente para que el tipo, esta vez sí, pudiera hacer la foto de la escultura de Antoni Maura, que, me juego la melena y las gafas graduadas, no tiene ni idea de quién es. Es igual: el guiri ya había conseguido su foto sin interferencias.
Pere luego volvió a su sitio original y terminó de comerse la panada, aunque lo que consideró una muestra de generosidad inicial luego le provocó una digestión pesada. Juro que es verdad. No es un simbolismo facilón de los estragos del turismo, que Pere sigue enfadado por el gesto soberbio del turista, que se sintió un estorbo. «Somos un decorado», me decía apesadumbrado. Lo peor de todo es que ese pesimismo es de alguien que no tiene ni treinta años.