Que yo recuerde, hasta ahora solo he ido una vez en barco a lo largo de mi vida, en concreto, a bordo de una barca. Fue para cubrir para este diario una protesta marítima que hubo hace dos décadas contra la presencia de un portaviones nuclear norteamericano en la bahía de Palma. La diminuta embarcación en la que yo iba para cumplir debidamente con mi labor periodística era realmente muy pequeña y se movía bastante, pero las tres o cuatro biodraminas que me tomé antes de salir de casa evitaron posibles males mayores y contribuyeron, además, a que me pudiera sentir casi como Simbad el Marino haciendo frente a algún gran peligro en nuestras queridas aguas. De hecho, yo creo que entre todos llegamos a intimidar tanto a aquel buque militar, que tal vez por ese motivo no regresó ya nunca más a la isla. Otra posibilidad a tener también en cuenta sería que probablemente el citado portaviones ya tuviera previsto desde el principio acercarse solo una única vez a Mallorca. Una y no más, Santo Tomás. Lo curioso del caso es que desde entonces ni siquiera me he subido al menos una vez a un velero o a un llaüt, aunque fuese solo para tomar un poquito el sol. Pero pese a ello, la verdad es que me gusta mucho el mar. Me agrada contemplarlo, ver los yates amarrados en el Paseo Marítimo, observar los barcos o divisar los cruceros que nos visitan. Yo creo que en el fondo soy, parafraseando al maestro Rafael Alberti, un marinero en tierra, un marinero que, como mucho, aceptaría a lo mejor algún día subirse a una barca con remos del Retiro o a un coqueto hidroavión.
El portaviones
Josep Maria Aguiló | Palma |