Hasta las mismísimas narices por la obstinación religiosa del pueblo judío, asombrado por su resistencia militar y hastiado de actos terroristas de sicarios y zelotes, el emperador Vespasiano abolió el reino provincial de Israel y ordenó a su hijo Tito la destrucción piedra a piedra de pueblos, ciudades, fortalezas y de toda Jerusalén, el templo incluido; el expolio y la masacre indiscriminada de civiles, incluso por crucifixión; la esclavitud y la diáspora de los supervivientes «que envidiaron a los muertos», contó el historiador Flavio Josefo.
Dos mil años después, un renacido Estado de Israel, ahora fuerte, harto de la obstinación del pueblo palestino por su tierra y de los actos del grupo terrorista Hamás, que se atribuye su representación, se lanza a una guerra desigual de destrucción y estrangulamiento para forzar el éxodo de cientos de miles de civiles. La historia comparada y la condición humana pronostican lo peor.