Recuerdo durante toda mi infancia la incesante cantaleta informativa con los avatares bélicos de Oriente Próximo, a los que de vez en cuando les hacían eco desde Centroamérica, otros que continúan igual. La violencia parece intrínseca a esa raza –árabes y judíos– que puebla la región más conflictiva del planeta, donde, aunque parezca increíble a estas alturas del siglo XXI, todavía se pelean por asuntos religiosos. Una visita a la tres veces santa Jerusalén proporciona una idea clara de cómo respiran en ese país, con minorías integristas por ambas partes –allí los únicos que no dicen ni pío son los cristianos– que parecen no querer salir de los tiempos de Jesucristo. Machistas, homófobos, radicales, obtusos y obsesionados con unos dioses que han demostrado ser –como las criaturas que diseñaron a su imagen y semejanza– de una crueldad extrema.
Con esos mimbres, a los que añadir todo el rosario de peripecias sufridas por el pueblo hebreo desde los tiempos de la expulsión de Europa, del imperio otomano, del mandato británico, del Holocausto, de la proclamación del Estado de Israel... nunca habría sido fácil establecer un país pacífico. El enfrentamiento enquistado vive ahora un nuevo clímax del que quién sabe cómo y cuándo será el final, pues Israel no se va a rendir. Nada satisfactorio para ninguna de las partes, eso seguro. Con lo fácil que habría sido para un pueblo rico fundar la nación judía en cualquier parte del mundo, comprando tierras en Sudamérica, en Rusia o en Canadá, donde abundan. Pero no, ningún hebreo que se precie podría aceptar otro lugar que no sea la tierra prometida de la Biblia, un relato mitológico sobre el que, lógicamente, no puede fundamentarse nada firme.