Una tarde de viernes de los primeros años de la década de los 80 del siglo pasado me llamó un amigo y colega para anunciarme que Josep Melià Pericàs estaría al día siguiente en una finca de s'Albufera –sa ‘Barbacuca' la llamaban entonces, con cierta sorna, los poblers–. Allí debía celebrarse una comilona y era requerida mi presencia. El de Artà, que por entonces ostentaba el cargo de ‘supergobernador' de Catalunya, se presentó con séquito. El ‘Poncio de Balears' –de apellido Ballester, sucesor del nefasto Carlos de Meer– y algunos aduladores. Estaba también un joven periodista de ojillos entornados y sonrisa breve. Me lo presentó como «A. M., jefe de prensa del Consell». La comida, con sus introitos y momentos finales en los que no faltó un para mí enigmático discurso de Melià, fue parecida –ahora lo sé– a la cacería de La escopeta nacional, solo que en versión autóctona y con el añadido de un cierto tufillo progresista que no pegaba ni con cola. Aquel día –yo era un melianista ingenuo que todavía pagaba de mi peculio una alícuota parte del fracaso electoral de Unió Autonomista– entendí algo que ya venía sospechando: que mientras yo trabajaba como un loco preparando los caminos del ‘señor de Alcortà', otros iban consiguiendo de él prebendas, favores y mamandurrias diversas. Incluido el joven A. M., que también era protegido de Jeroni Albertí y que al acceder Gabriel Cañellas a la presidencia del primer Govern, declinó seguir en su cargo. Aún me parece estar oyendo la voz del senyor de s'Alqueria de Baix:
–Se'n va perquè vol, eh? Jo li he dit que podia quedar amb ‘noltros'…
El joven periodista –pese a sus orígenes familiares o precisamente a causa de ellos– seguía interpretando su papel de progre. Lo hizo a lo largo de los siguientes cuarenta años demostrando una inquina especial contra la derecha representada por el PP. A mí me persiguió durante su corresponsalía madrileña –especialmente en mis momentos más duros, cuando ‘mis enemigos querían regocijarse contra mí'– y me vetó al acceder a la cúpula de la radio-televisión pública de ese pequeño país. Nunca hizo el menor caso de mis libros, pese a haber escrito una treintena. Tampoco del último, que fue récord de ventas en catalán. Para él siempre fui un ‘joyero rural', lo que, bien mirado, no es un mal título.