El 8 de noviembre de 1793, la Convención Nacional prohibió por decreto a todos los franceses tratarse de usted. Por algo aquellos años fueron conocidos como el Reinado del Terror. La Revolución había dejado de contentarse con cortarles el cuello a sus ciudadanos y pronto empezó también a tutearles. Pero para cuando Thomas de Quincey acuñó aquello de que «si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia a robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del domingo, y acabará por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente», hacía tiempo ya que Robespierre y Saint-Just habían experimentado en cabeza propia cuál es el modo más fácil de detenerse cuando te deslizas por la pendiente sin frenos.
Por mucha buena voluntad y muchas proclamas buenistas con las que también quiso armarse, la España republicana nunca consiguió acabar con la prostitución, pero al menos en Barcelona esa otra revolución social que siguió al golpe de Franco permitió al menos ver como en algunos prostíbulos la habitual imagen del Sagrado Corazón que los presidía era sustituida por un letrero en el que podía leerse «Se ruega tratar a las mujeres como camaradas». Cuando aquellas se descuidan empieza la guerra, que ya dijo Von Clausewitz que no era más que su continuación por medios, si cabe, menos educados.