No me sucede siempre. Más bien todo lo contrario. Los atardeceres suelen invitarme a la nostalgia, pero el sábado 16 de septiembre, viví un atardecer luminoso, rodeado de amigos y de maestros del saber estar. Fue en el recinto de Can Vivot, en el corazón de Palma, puesto que sus propietarios Pedro Montaner y Maida Quiroga, condes de Zavellá, quisieron mostrarnos el nuevo aspecto del palacio con la iluminación de su gran patio.
Hubo iluminación, claro está, iluminación material, pero sobre todo iluminación de pensamiento. Muchos de cuantos allí nos congregamos pudimos descubrir la fuerza espiritual que había detrás del evento. El palacio, uno de los más bellos del barroco europeo, abandonado tras años de incuria, hoy, con el esfuerzo nacido del cariño depositado por sus propietarios, ha comenzado a brillar con su antiguo esplendor. Veremos lo que sucede con los antiguos palacios de la Palma señorial que aún quedan, algunos de ellos ya en manos extranjeras, pero éste, declarado monumento histórico-artístico y bien de interés cultural a mediados del siglo pasado, sabemos hoy con toda seguridad que hace honor a quienes lo construyeron. Fue a finales del siglo XVII. Juan Sureda compra varias viviendas adyacentes a su casa y con el espacio obtenido comienza a impulsar la gran reforma del XVIII. Es un personaje de empuje excepcional. Podrá parecer un mero obseso de grandeza, pero en él hay mucho más. Descubrimos que ama la grandeza. Es evidente, pero con un amor que lo pone al servicio del país. Pacta con sus vecinos del Segell, Gaspar Piña y los suyos, una ventajosa compañía de navegación en corso y una red de comunicaciones comerciales para la importación de tejidos, y, llegado el momento, apuesta por un futuro de progreso que vislumbra con la llegada de los Borbones.
La apuesta de Sureda será harto arriesgada –la isla ha caído en manos del pretendiente Carlos de Habsburgo– y prepara una conspiración filipista que, habiendo sido descubierta, en 1711 le llevará a prisión y al secuestro de todos sus bienes, al igual que a su socio Gaspar. De no haber triunfado finalmente la Casa de Borbón, su destino habría sido fatal. Pero gana Felipe V y Sureda recobra su libertad y sus bienes. Es recompensado con el marquesado de Vivot y la grandeza de España, lidera a los nobles vencedores para la reconciliación –pacte de les nou cases–, reemprende la actividad mercantil y se dispone a engrandecer su mansión para convertirla en muestra ineludible de la Mallorca del XVIII que, gracias a los Borbones, se abrirá hacia las Américas y la ilustración. La biblioteca de Can Vivot ofrecerá testimonio vivo de esta nueva aristocracia mallorquina entregada al mundo del saber y la cultura.
El palacio, ya concluido cuando fallece el marqués a mediados del XVIII, habrá visto enriquecidos sus techos con los frescos del gran maestro italiano Giuseppe Dardanone, que visualizará la historia de Alejandro Magno, imágenes mitológicas y abundante decoración floral. La magnificencia se muestra por doquier con lienzos y mobiliario de la época, incluida la alcoba regia, donada por el mismo Felipe V para una estancia que el monarca, atacado de melancolía, nunca llegará a realizar.
Demos gracias a que nuestra isla ni ha muerto ni morirá mientras tengamos el alma y la luminosidad de mallorquines comprometidos como los descendientes de Sureda.