Según me contó una mujer que esperaba en la clínica delante de mí, por la ineptitud de un enfermero hace dos años sufre los efectos de una disfunción de su tiroides. El olvido de ese incompetente la llevó a no poder ser operada. Una injusticia que arrastra sin que el enfermero haya sido siquiera amonestado por su torpeza.
Conozco estudiantes a los que su profesor les cogió manía y los ha venido suspendiendo durante meses y meses. Se les vino encima el mundo pensando que nunca llegarían a cumplir sus sueños hasta que, finalmente, cambiaron de centro de estudios. Ahora padecen la falta de amigos, pero han recuperado la autoestima. Otro crimen sin castigo.
Tengo una amiga que trabaja en una empresa caótica cuyos responsables ni tienen lógica ni saben para qué están. Por este motivo, mi amiga vive al borde de la depresión porque no es lo mismo contar qué es aquel infierno que padecerlo diariamente, sobre todo cuando uno necesita la nómina para la hipoteca. Tengo la certeza de que los culpables nunca pagarán por tanto sufrimiento innecesario. A veces intento que vea las cosas por el lado positivo: debería celebrar que no la hayan despedido.
Conozco gente honrada y trabajadora de la política a la que algún periodista le ha puesto el ojo y los persigue sin piedad, buscando cada error para magnificarlo. Nada ni nadie le pide disculpas por tamaña crueldad que, evidentemente, no incurre en ninguna figura delictiva.
No parecerá tan grave, pero tengo amigos que han sufrido el precio de haberse encontrado un día con seres tóxicos que les han amargado la vida. A veces son compañeros de trabajo, a veces vecinos de finca, a veces amigos –de alguna forma hemos de denominarlos– o, incluso, familiares. Quienes pasan por estos calvarios saben de qué hablo.
Más inquietante: recuerdo la historia del pobre holandés que fue condenado por la Justicia, enviado de la Costa del Sol a la prisión de Palma, y privado de una revisión de su caso durante muchos meses, pese a que una prueba de ADN, irrefutable, terminó confirmando su inocencia. Con el tiempo fue liberado, pero el sistema judicial no quiso oír de indemnizaciones. Similar a lo que le ocurrió a Dolores Vázquez, que fue la condenada por el asesinato de Rocío Wanninkhof, en Málaga, pero que era inocente. Los culpables siguen impunes. Y en sus cargos.
Recuerdo a un amigo mío que una mañana me llamó para decirme que llegó a su oficina y le esperaba un equipo de televisión para filmar cómo lo iban a detener al cabo de unos minutos. Así fue. Sufrió la pena de telediario que le provocó una profunda angustia, no sé si por él o por su familia. Su liberación a los pocos días no arregló aquella terrible experiencia.
Sé de padres que se han dejado la vida para pagar estudios a sus hijos que, o porque el centro educativo era una estafa, o porque los vástagos eran unos crápulas, fracasaron estrepitosamente. Nunca nadie les resarcirá del esfuerzo hecho, del desengaño en su entrega y cariño.
Por supuesto, conozco personas que han emigrado de sus países porque, debido a la incompetencia de los gestores públicos, se han visto obligados a escoger entre la miseria o hacer las maletas para vivir con dignidad. Tengo en la retina el sufrimiento de los mallorquines que en los sesenta se fueron a Argentina, sin saber que en ese momento España empezaba a mejorar y su país de acogida a hundirse.
Siempre he tenido la impresión de que el mal y el sufrimiento están presentes en todos los lugares. En algunos casos con causas realmente graves, tremendas, dolorosas. Desde el agricultor que pierde su cosecha a la familia que tiene una enfermedad grave, pasando por las desgracias causadas por conductas ajenas, el dolor es parte de la vida. Dolor, injusticia, impunidad…
Sin embargo, en nuestro país, la atención ha estado centrada durante meses en cuán delictivo era un beso. Yo pienso que es una ordinariez propia de un bellaco, pero me pregunto qué debería hacer nuestro sistema con los enfermeros que arruinan la salud de una mujer, los profesores que truncan los sueños de un estudiante, los jefes que amargan la vida a sus subalternos, los políticos que estropean el futuro de su población, la policía que yerra en sus investigaciones.
Creo que nos van a faltar telediarios para tratar todos los abusos que a diario se cometen en la vida si aplicamos siempre la misma vara de medir que ha tenido este repugnante beso. Yo, francamente, me revelo: el beso es un abuso indiscutible, pero el espectáculo que hemos montado constituye un desprecio para millones de otras personas que sufren. Incluso que sufren mucho más.