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Vivir sin un porqué

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Un profesor que tuve en mi juventud me hizo reparar en que la historia del ser humano es en realidad la de su búsqueda constante de alimentos. Comer ha sido siempre nuestra gran preocupación. No se trata de una metáfora: hasta hace bien poco, media Europa emigraba en su búsqueda. Las guerras eran por pan. El caso de Irlanda es particularmente tremendo.

Con la Revolución Industrial las cosas empezaron a cambiar: el objetivo de la lucha se fue trasladando a la vivienda. Y mucho después, a unas jornadas de trabajo aceptables. Y al coche. Y vacaciones. Y al retiro digno, con una sanidad garantizada. Necesariamente las metas han ido perdiendo importancia: hoy ya buscamos una segunda residencia o cualquier otro capricho bastante menos necesario. Hasta queremos aire acondicionado en casa, ahora que los veranos son insoportables.

Aunque todavía medio mundo sigue en la búsqueda simplemente de comida, más y más gente, especialmente en Estados Unidos, Europa, Japón y Australia, ya no tiene una meta verdadera por la que luchar. Encima, si a alguno las cosas le van mal, siempre está el estado para echar una mano.
Nuestras sociedades, desde hace tal vez unos cincuenta años, son las primeras que de forma generalizada se han olvidado de lo que era la preocupación central. Incluso también de las no centrales. Por primera vez en la historia, el ser humano está hoy libre de su obsesión principal, de su angustia vital. Ahora, basta ver la publicidad para comprobar que lo que nos diferencia en el mundo desarrollado es si las posaderas del asiento del coche tienen o no temperatura regulable, si hacemos paseos en bicicleta equipados como Induráin o sólo con chándal, o si el veraneo es en el Caribe o en Alaska.

El ser humano de los países ricos ha dejado de luchar. Las huelgas hoy son por gansadas que hace cien años habrían hecho reír. Se puede generalizar, con las inexactitudes que supone, que en muchos países se acabó la pobreza y que si existe, está vinculada con adicciones.

De manera que en medio mundo ya no tenemos que correr, sufrir, luchar, hacernos un hueco a cualquier precio para que nuestros hijos lleguen a adultos, para asegurarnos una vejez digna o para tener tiempo libre. Ahora, las comilonas que antes se reservaban para las ocasiones, son diarias y nos están haciendo obesos. Hoy hablamos de los precios de Roma o París como si fuera Inca o Manacor. Por primera vez no tenemos que luchar por la supervivencia, ni siquiera por los lujos. Muchos, muchos, lo tienen todo.

Asistimos al surgimiento del hombre que no necesita luchar. Estamos ante un ser humano sin motivos para la angustia. A quien le sobra el tiempo. Que puede tener ‘hobbies'. Que hace submarinismo en las Galápagos o que come carne de ternera de Kobe. Ahora podemos dedicarnos a lo que queremos. Y es cuando descubrimos que no sabemos qué queremos.

Las personas normales del ‘tercer mundo' alucinan viendo las nuevas luchas que nos hemos inventado en los países más ricos para entretenernos. Es como que, sin las urgencias de siempre, las tuviéramos que inventar para seguir peleando, aunque no haya contra quien. Parecería que vivíamos mejor cuando teníamos un porqué. Al punto de que hoy en Occidente tenemos ‘activistas', individuos que se dedican a luchar, ya veremos por qué causa, pero ellos son profesionales de la lucha y la protesta. El porqué es secundario.

Ahora comprobamos que no hay nada más delirante que un ser humano que tiene lo fundamental, que vive en paz porque no corre riesgo alguno de verse envuelto en una guerra, que tiene asegurado el bienestar, que disfruta de los derechos de una democracia. Tan loco es este escenario que, hartos de la lógica racional que ha permitido construir este presente, nos enredamos en debates identitarios que provocan el estupor de los que aún luchan por un plato de lentejas. De pronto medio mundo descubre que tiene el cuerpo equivocado; siente necesidad de que los demás reconozcan su aldeanismo; se confiesa culpable de un pasado sobre el que lógicamente no tiene responsabilidad alguna; o, sabedor de que en la esquina hay un hospital a su disposición, reniega de las vacunas. Hoy ya no nos reconocemos en aquellos antepasados que salían de España o de Europa dispuestos a todo para traernos comida y algo más.

Quienes aún pelean por necesidades básicas como la sanidad o la vivienda no se creen qué está ocurriendo con los ricos. He tenido ocasión de explicar a amigos de países pobres la interminable huelga francesa contra el retraso en la edad de jubilación y no daban crédito.
Estoy por pensar que éramos más razonables cuando no lo teníamos todo.

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