La subida del precio del aceite va a conseguir que la mal llamada dieta mediterránea comience a hacer aguas. Digo mal llamada porque el apelativo nos lo pusieron en Estados Unidos convencidos de que en todo el Mediterráneo comíamos lo mismo. Cuando, en realidad, lo único que tienen en común los diferentes platos de los diferentes lugares del Mediterráneo es el aceite de oliva. La consecuencia primera de que el precio de un litro de aceite se haya multiplicado por tres y por cuatro en menos de un año hace que tomar un pa amb-oli hoy cueste mucho más que el verano pasado.
Hace años, alguien me dijo que el aceite mallorquín era más caro que el peninsular por su alta calidad. Reconozco que nunca entendí del todo cómo podía ser más caro un producto que no tenía que pagar portes de envío. En cualquier caso, el aceite de Mallorca es Denominación de Origen. Lo que significa que estamos hablando de algo de mucha calidad, no de un producto que pueda ser confundido con una marca blanca, ni siquiera gris. Quizás esa sea la razón de su elevado precio. Pero ahora, el precio del aceite -del mallorquín y del otro- se ha disparado. Todo ha subido una barbaridad, pero con la subida del aceite la barbaridad se nos hace más bárbara. A mí se me ha metido en la cabeza que este encarecimiento del precio es una cuestión política. Una estrategia malvada para que dejemos de consumir el oro líquido y nos pasemos definitivamente a la comida basura troquelada.
Convertir una ensalada con aceite de oliva virgen en un producto de lujo se me antoja un pecado venial que se puede confesar. Dejar de comer nuestro pa amb-oli, lo considero un pecado mortal. El día menos pensado escucharemos al Ministro de Consumo en funciones, Alberto Garzón, proponiendo la mantequilla como la alternativa al aceite más ecológica. ¡Qué penitencia!