Alguien escribió que no es difícil acostumbrarse a todo; particularmente cuando se ve a los demás hacer lo mismo. Viene a ser una frase algo más elaborada del dicho ‘¿Dónde va Vicente? Donde va la gente', supongo. Creo que es una afirmación muy cierta. Y da igual lo que sea a lo que nos acostumbremos: lo hacemos de maravilla si notamos que los demás también lo hacen. Aun así, también existen costumbres particulares o individuales. Pero tienen poco peso social. Por ejemplo, cuando acaba agosto y ya me he acostumbrado a escribir un artículo diario, llega septiembre y vuelvo a mi columna semanal, a la cual me acostumbro con pasmosa facilidad. Da igual si ya estoy hecha a largar cada día, porque la comodidad que supone el hecho de hacerlo cada siete días tampoco me va mal.
Es como si, de pronto, una se tranquilizara y se obligara a ver la vida con más aplomo. No es que no haya cuestiones sobre las que tratar, pero una se puede decir: que las traten otros. En fin, quería dejar constancia de la rapidez con la que una se acostumbra a todo. A que los días se vayan acortando y puede que refresque un poco. A que vuelvan las rutinas de la vida cotidiana. A que los turistas no se vayan. A escuchar mentiras constantemente. A que los mapas del tiempo no dejen de ser alarmantes aunque reine la calma total.
A que los precios suban y no entendamos por qué. Como nos acostumbramos todos a la vez, lo hacemos mejor. Las costumbres se nos hacen tan llevaderas, que ni nos damos cuenta de que lo son. Pongamos que una sufra de migraña crónica; la cosa se convierte en insignificante. ¿Y por qué? Pues porque una ya está muy acostumbrada a ella. Y así podríamos seguir hasta el infinito. Y puede que hasta más allá.