Tengo anotado por ahí que a los españoles nos iría muy bien si solo habláramos catalán, nos iría mucho mejor si solo habláramos castellano y si solo habláramos inglés, esto ya sería la leche. Esa diversidad que supone que en España se hablen no sé cuántas lenguas (no me atrevo a dar un número exacto porque ahora mismo no tengo ganas de que me venga algún valenciano a echarme una bronca, me mantengo a la expectativa con respecto al bable, y, francamente, no sé cómo tomarme al maño que habla con la che), esa diversidad, digo, no es, como asegura ese voluntarista eslogan que repite el nacionalismo, la progresía extraviada y el seguidismo más papanatas, una muestra de riqueza. A algunos pasajes bíblicos pueden dárseles diferentes interpretaciones, pero todavía es la hora de que se atreva a salir algún cantamañanas a defender que la intención última de Yavé al hacer que los hombres que construían la torre de Babel empezaran de pronto a hablar cada uno una lengua diferente fue la de enriquecerlos culturalmente como grupo humano.
Por encima de cualquier diversidad mitificada por los sentimientos, aquí nuestra riqueza es la de contar con una lengua franca (no se me precipiten: Joan Boscà i Almogàver escribía poemas en castellano más de cuatro siglos antes de que Nicolás Franco le pidiera para salir a Pilar Bahamonde), que nos sigue permitiendo salvar las barreras comunicativas que levanta la coexistencia de diferentes lenguas en un mismo territorio sin necesidad de intermediarios. Y de los políticos se espera que trabajen precisamente para cubrir las necesidades de los ciudadanos. No para inventarse nuevas.