Cuando llegamos al restaurante, España ya iba ganando uno a cero. Nos instalamos en la mesa que habíamos reservado con una semana de antelación. Nos encontramos en Mallorca, en pleno mes de agosto. Aquí no hay mesas ni taxis libres. A nuestro alrededor, todo eran ingleses. Los tentáculos del imperio conocen bien nuestra geografía. Cuando Jenni Hermoso falló el penalti, el restaurante rugió con furia, como lo haría un monstruo herido. Creían en la remontada. Yo estaba con mi mujer y mi hija pequeña, nuestros amigos aún no habían llegado.
«Os necesito», escribí por Whatsapp; «Aquí somos minoría». Los últimos minutos fueron de infarto. Nadie comía, todos andaban pendientes de la pantalla gigante colocada en una de las paredes del local. Trece minutos de alargue, pero podrían haber sido trescientos. España era una gigante todopoderosa. Cuando Tori Penso pitó el final, nos unimos a los vítores y aplausos de los camareros, que por un minuto dejaron de atender las mesas. Qué bien sienta la paella cuando eres campeón del mundo.