Algunos de los altos cargos que acaban de asumir su puesto en Balears tras las elecciones municipales y autonómicas del pasado mes de mayo han querido cumplir con el mandato de la transparencia y han hecho públicos sus bienes. Es un asunto muy cotilla que seguramente habremos mirado todos con lupa. Y lo más probable es que a muchos se nos haya quedado cara de bobos. Casi nadie espera que quienes nos mandan sean unos muertos de hambre y la verdad es que la mayoría de profesionales con largas carreras a sus espaldas han tenido oportunidad de acumular cierto nivel de bienestar. Eso es lógico. Lo que nos hace reflexionar es hasta qué punto personas que tienen a su nombre varias propiedades inmobiliarias –lástima que compartan el valor catastral, completamente irreal, y no su precio de mercado, mucho más cercano a la realidad– y unos ahorrillos que superan los doscientos o los trescientos mil euros pueden ponerse en la piel de quien no tiene nada, o muy poco. Porque la gran mayoría de los ciudadanos de estas Islas están en un rango salarial más que modesto y quienes tienen que alquilar una vivienda o están hipotecados para la compra atraviesan momentos difíciles. Existe una clase privilegiada, por supuesto, como en todas partes, pero aquí el problema no es ese, sino que la antaño clase media empieza a desaparecer. Porque los que somos padres –como esos consellers– todavía pudimos comprar una propiedad cuando los precios no eran una locura, pero nuestros hijos ya no pueden optar. La gran diferencia entre ellos y nosotros es que a quien tiene en la cuenta cientos de miles de euros se le disipa cualquier preocupación, mientras al resto de los mortales se nos multiplican.
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