En 1873 se prohibió en España el trabajo para los niños menores de diez años, porque a esa edad ya se consideraba que el crío tenía que aportar algo a la familia, aunque su jornada laboral se reducía a cinco horas. Según avanzaron las décadas lo hicieron también los derechos de los trabajadores, hasta que la II República eliminó la posibilidad de emplear a niños por debajo de 14 años. No fue hasta tiempos relativamente recientes, 1980, cuando la legislación marcó ese margen a los dieciséis. Se dice, a rebufo de estos datos, que la adolescencia es una invención moderna, porque hasta hace no tanto se saltaba directamente de la niñez a la adultez, con las responsabilidades y cargas que suponen.
Ahora se da el fenómeno contrario, que la adolescencia comienza cada vez más temprano –niños de once o doce años– y se extiende hasta la treintena. Influyen muchos factores en este descalabro existencial, pero seguramente uno de los más decisivos es la imposibilidad de abandonar el hogar familiar hasta fechas nunca antes vistas. Los jóvenes españoles ya no se emancipan hasta los 30,3 años, una cifra inaudita... y ridícula. Los sueldos miserables y las desorbitadas pretensiones de arrendadores y constructores impiden a toda una generación hacer su vida.
A los treinta años un hombre o una mujer ya deben tener suficiente formación y experiencia laboral como para adquirir responsabilidades y percibir, en contrapartida, un buen salario. Se empareje o no, desee formar una familia o no, debe poder vivir por su cuenta, como hacen los veinteañeros del mundo entero. En muchos países a los 18 ya se les considera adultos y, de forma amable, se les da la patada para que abandonen el nido y emprendan su vuelo. Aquí es inviable.