Me contaba un viajero ilustrado que uno de los placeres de bañarse en el mar Rojo, además de los trillados conceptos de aguas cristalinas azul turquesa, eran los peces de colores, de esos que se ven nadando entre corales. Decía que en cuanto se estaba quieto decenas de pececillos bailaban entre sus piernas y algunos le rozaban la piel. Después de las alarmas de baja intensidad por los episodios de mordeduras en algunos puntos del litoral mallorquín, los técnicos aseguran que los peces que atacan no son inmigrantes del sur, que son de los nuestros, que no son peligrosos. Lo dejan en anécdota, pero a ver cómo reaccionar si notas que algo te pica y no sabes si es medusa, araña o cualquier otro bicho. Y no veas el estupor de algún niño que sea objeto de deseo de un pez hambriento. Es que dicen que es eso, que se les abre el apetito y hay carne asequible al alcance, aunque no es descartable una reacción defensiva ante un intruso que pisotea su hábitat. Descartada una actitud turismofóbica, puede ser hambre o defensa, pero todos están de acuerdo en que el aumento de la temperatura del mar está teniendo muy serias repercusiones. Ahí está la huida de las merluzas hacia profundidades más confortables y, es una suposición, puede que la calor ofusque las cabezas de esas orcas que embisten a veleros, aunque solo sean juegos o ejercicios para afinar sus tácticas de ataque. En fin, lances negativos intrascendentes propios de un verano que también nos deja entrañables imágenes como las de las pequeñas tortugas de Can Pere Antoni en busca de su mar.
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