Palma es una ciudad hostil para los mallorquines el mes de agosto. No se parece en nada a aquella ciudad bonita, llena de rincones por descubrir y calles que invitan al paseo. Una avalancha inesperada ha transformado las vías públicas en lugares tan concurridos que hacen imposible caminar.
Todo el espacio está lleno de turistas que transforman el paisaje urbano. Avanzar por las calles supone sortear numerosos obstáculos: la gente, los patinetes, las bicicletas, el calor, la sensación de ahogo.
La ciudad se ha convertido en una marea humana que amenaza con aplastar a los transeúntes. No puedo evitar recordar a mi abuela. Era una señora muy mayor, que no tuvo que renunciar a la ciudad que conocía, ni temer los robos, ni sortear patinetes. Qué lugar tiene esta ciudad de hoy para nuestros mayores, que deseen asomarse al exterior? Es mejor recomendarles directamente que no salgan de casa, que se recluyen entre las paredes conocidas y esperen durante días, semanas, meses… hasta que puedan volver a salir por el portal libres de amenazas.
En esta época, añoro la Palma tranquila, segura, donde siempre te encontrabas con algún conocido que te saludaba de lejos. No existe. Los mallorquines desaparecemos entre miles de voces extranjeras. Nos diluimos, nos volvemos transparentes. Si un camarero o un taxista te habla en mallorquín, le miras con estupor y gratitud. Una gratitud fuera de lugar, que recuerda a la alegría del náufrago al atisbar tierra firme.
Nuestro pequeño mundo se ha convertido en un caos. Para los que amamos el orden es muy desagradable comprobarlo. Preferiríamos aquellas calles en las que crecimos, donde todo era más fácil.
Los bares, restaurantes, y comercios están llenos. La gente se pelea en las colas de los taxis demostrando actitudes violentas. Medio mundo pisotea al otro medio. Proliferan la mala educación y la suciedad. Puede que lo mejor sea hacerse a la idea: la isla está en overbooking. Sobra gente. ¿Sobramos los mallorquines?