Ya casi ni nos acordamos de lo mucho que nos sorprendió el coronavirus, los problemas que generó a nivel mundial y la dificultad enorme que supuso superarlo, hasta descubrir una vacuna y vivir un calvario universal. Nadie imaginaba lo que sucedió y a nadie pudimos culpar de ello. Convendría tener en mente semejante crisis abrupta para la humanidad para no mirar hacia otro lado, cuando amenaza una catástrofe aún peor y de más lenta solución. El planeta se está recalentando y no dejan de llegarnos señales para que, como humanos, le pongamos remedio.
Las elevadas temperaturas que padecemos, los incendios que azotan sin control a varias zonas del planeta, el deshielo de los polos, el aumento del nivel del mar y otros tantos indicadores, nos ponen frente al espejo el nefasto uso que hacemos del planeta. El cambio climático está aquí y seguimos ignorándolo, mientras consumimos unos recursos que futuras generaciones lamentarán y puede que les falten de manera irreversible. Estamos ante una emergencia que no podemos seguir negando, que requiere de soluciones globales y de acciones individuales. Ni podemos esperar que lo arregle el vecino, ni confiar en políticos que no quieran atajar el problema. Es un problema global con una seria amenaza local. Y esto no se arreglará con una vacuna.