Estrenaba mi sacerdocio y tuve una conversación con mi hermano. Prácticamente fue un monólogo o declaración de principios: No te pido que seas un beato –le dije– pero agárrate a unos mínimos. Uno de ellos es que vayas a misa cada Domingo. Es un signo de pertenencia… Me consta que él es un hombre de misa cada semana. Trabajaré, y seguiré rezando para que sus hijos le imiten. No podemos improvisar una misa. ¡Fuera la rutina! Lo primero: inclinar la cabeza.
Cuando fui peregrino durante un mes en Palestina, para entrar en la basílica de Belén tuve que agachar mucho la cabeza. Durante la invasión vandálica tuvieron que tapiar la entrada. Una vez acabada la guerra dejaron la puerta muy baja. Y así quedó como un símbolo de humildad para el peregrino que va a adorar el lugar donde nació Jesús.
Para entrar en la Misa hay que dejar afuera toda clase de autosuficiencia, vanidad y desprecio a los demás, y pedir sinceramente perdón a Dios Padre que siempre está con los brazos abiertos. Cuando el hijo pródigo empezó a hablar llorando, sus palabras quedaron ahogadas por el regocijo de su padre: ¡hagamos fiesta porque ha vuelto mi hijo!